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Planos sobre planos

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Ya lo sabemos: proyectar un edificio da mucho trabajo. Lo malo para los arquitectos (o para el ego de los arquitectos) es que cuando el proyecto es bueno ese enorme esfuerzo no debe notarse. En el edificio para la nueva sede de la CAF Región Sur conviven capas de una compleja situación urbana, de la historia de la ciudad y de un programa mixto y ambicioso; y sin embargo, todos estos planos se integran con comodidad en un buen edificio.

El proyecto, a cargo de cuatro jóvenes arquitectos uruguayos —Carlos Labat, Pierino Porta, Nicolás Scioscia y Fernando Romero—, es el producto de un concurso público del año 2012. Originalmente pensado para alojar las oficinas de la Corporación Andina de Fomento (actual Banco de Desarrollo de América Latina), en el proceso del proyecto ejecutivo el destino del edificio se fortaleció, y actualmente alberga el nodo de oficinas para toda la región sur —Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay—, además de salas de cine, un bar, estacionamientos y espacios públicos.

LA SITUACIÓN URBANA

Hasta mediados del siglo XIX Montevideo ocupaba apenas la península que cierra la bahía, lo que con el tiempo se llamó la Ciudad Vieja. A partir de la declaratoria de Independencia, y como gesto refundacional, se construye la nueva Plaza Independencia, se traza la avenida 18 de julio y el amanzanado hasta la calle Ejido, lo que se nombró en su momento como Ciudad Nueva. En 1877 se derriba la Ciudadela, bastión principal de la defensa de la ciudad, y se anexa ese espacio a la gran Plaza. Al poco tiempo la ciudad continúa creciendo con sucesivos ensanches, principalmente hacia el este.

El terreno para la CAF se encuentra en un limbo entre los trazados en cuadrícula de la Ciudad Vieja y la Ciudad Nueva, un espacio de costura (o mejor, descosido) entre las dos tramas, asociado en parte a la huella ondulante de la antigua muralla. Manzanas irregulares y una importante pendiente hacia el Río de la Plata caracterizan la zona, que se abre hacia los fuertes vientos de la costa sur montevideana. Vista desde la Rambla Sur, se observa una agrupación incómoda de edificios singulares, pasando por el Templo inglés, el Club AEBU, el Teatro Solis, los edificios de la Presidencia y más atrás el edificio Ciudadela y el Palacio Salvo.

En la última década el sector se ha transformado fuertemente, a partir de la reforma del Teatro Solis, con su nueva caja escénica emergiendo del edificio neoclásico, la finalización de la Torre Ejecutiva, edificio para la Presidencia de la República (obra que estuvo parada por 46 años, originalmente pensada para el Poder Judicial) y la construcción del Anexo de Presidencia, otro reciente concurso también ganado por jóvenes arquitectos.

Por otro lado, los dos barrios adyacentes viven importantes procesos de transformación. El de Ciudad Vieja es de más largo plazo: en base a la inversión en espacio público y la preservación patrimonial, y apuntalado por el turismo interno y externo, el barrio antiguo ha ido recuperando el carácter central en la sociedad montevideana. Sin embargo, el cambio del Barrio Sur es más reciente, y se debe principalmente a la densificación poblacional que está generando la ley de promoción de la vivienda de interés social promulgada en 2011.

Para finalizar este punto, vale nombrar la presencia del Dique Mauá a escasos 300 metros del terreno. Sobre ese sector de la costa montevideana se ha dado uno de los debates urbanos más intensos de los últimos tiempos, a cerca de la posibilidad de instalar junto al Dique la terminal de pasajeros de Buquebus (más un complejo hotelero, un shopping y el paquete que suele venir con todo esto).

LA HISTORIA

Si bien las condiciones urbanas mencionadas traían aparejadas situaciones históricas, bajo este subtítulo quisiera hablar de las distintas capas depositadas sobre el terreno para la CAF en particular.

En 1869 se inauguró allí el Mercado Central, un edificio ecléctico historicista, obra del constructor inglés Thomas Havers. Además de concentrar buena parte del movimiento diario de la ciudad, los portones del mercado eran punto de encuentro entre los inmigrantes recién llegados de Europa y sus posibles empleadores. En 1895, dentro del Mercado abrió sus puertas el bar Fun Fun, personaje que encontraremos nuevamente en estas páginas.

Casi un siglo más tarde, un nuevo proyecto para el Mercado Central requirió —no sin polémica pública— la demolición del viejo edificio. Aunque la propuesta de Enrique Monestier incluía la conservación de parte del antiguo mercado, la construcción finalmente inaugurada en 1966 consistía en un bloque compacto moderno, que dejaba un espacio abierto descaracterizado al norte, frente a la espalda del teatro. Además de mercado, el edificio albergaba un restaurante, oficinas municipales, la asociación civil Mundo afro, estacionamientos y, desde 1988, nuevamente el bar Fun Fun. La vida del nuevo edificio duró la mitad de su antecesor. Las explicaciones pueden ser variadas: zona deprimida, problemas de mantenimiento, falta de adecuación entre su función y lo que su lenguaje comunicaba, etcétera; como sea, el edificio no era estimado por los ciudadanos, y Montevideo se preparaba para rehabilitar otros mercados públicos con mayor sex appeal.

EL PROGRAMA

La Intendencia de Montevideo, propietaria del edificio, decidió intentarlo nuevamente, abandonando esta vez el mercado como destino, y generó un convenio con la CAF para la realización del concurso de anteproyecto para sus oficinas. Con base en una concesión a 60 años del sector destinado al banco, la CAF se encargaría de la construcción y el mantenimiento del complejo, el que incluiría además espacios públicos, un estacionamiento subterráneo para 300 vehículos, tres salas de cine para Cinemateca Uruguaya y, lo que a esta altura de la nota no sorprende a nadie, el histórico bar Fun Fun.

El programa del banco incluye espacios de trabajo para 150 funcionarios, principalmente en áreas tipo open office, salas de reunión, una gran sala de directorio con cabina de traducción, auditorio, comedor y amplias zonas de servicios. Sumado al resto del programa, el edificio totaliza 15.000 metros cuadrados construidos, más 8.000 metros cuadrados exteriores.

EL EDIFICIO

Un primer problema para los proyectistas, que las bases del concurso no resolvían, fue la decisión de qué hacer con el edificio existente. Recordemos: un firme prisma de hormigón armado, de tres niveles de altura. En los resultados del concurso se vieron interesantes opciones, tanto de las que demolían el edificio como de las que lo conservaban parcialmente. Dado que la altura y el ritmo lo permitían, el proyecto ganador propuso mantener la estructura de hormigón, como una malla tridimensional base sobre la cual trabajar. Con pequeñas modificaciones —suprimiendo algún pilar, reforzando otros donde se agregó nueva construcción o donde la esbeltez lo requería— la estructura espacial del edificio moderno fue transferida al nuevo proyecto, en un ejercicio de memoria intelectualizada para arquitectos y, especialmente, para jurados de concurso. De cualquier manera vale notar que esa decisión no hizo pagar ningún costo espacial al edificio; por el contrario, estableció un orden geométrico armónico.

El siguiente problema también era fácil de prever: ¿cómo compatibilizar los requerimientos de un banco internacional con actividades como las de un complejo de cines o un bar, públicas y principalmente nocturnas,? Y además, ¿cuál podía ser la imagen que representara a ambos mundos tan alejados? La respuesta, como tantas veces encontrada fuera de la letra del problema, vino de la mano del espacio público. El edificio se parte, se estira en su lado norte hasta ocupar la totalidad del terreno, y se vuelve a integrar a través de una plaza de acceso. El cuerpo del banco es mayormente vidriado, mientras que el del programa público es de hormigón visto y poco perforado. Geometría y posición los vinculan, materialidad y espacio vacío los separan. El gesto que los termina por unir es una larga cinta que rodea todo el primer nivel del edificio: una malla de acero galvanizado GKD cose el conjunto, manteniendo cierta tensión visual entre las partes. El conjunto resultante tiene carácter de edificio público, y si bien es claro que hay oficinas allí no parece un edificio de oficinas.

Otra estrategia tendiente a unificar las actividades públicas de los dos bloques fue la definición de las actividades de la planta baja del sector del banco. Si bien existe un acceso protocolar en el extremo sur, un nivel más abajo, el nivel de la plaza se tomó como el plano público. El interior se retrae un módulo de la estructura, generando una galería en forma de L que rodea este piso contra la plaza y la calle Ciudadela. Hall y galería de arte enfrentan estos espacios, mientras que el resto de la planta se complementa con salas de reuniones laterales, el auditorio en el centro y la sala del directorio con vistas sobre río. Para un programa bastante refractario como un banco internacional, estas decisiones resultan como mínimo amigables. Es de lamentar que no se haya logrado resolver los accesos a Cinemateca y Fun Fun también desde la plaza de acceso. Pelea que dieron los arquitectos, y que fue desestimada por la CAF. El edificio es el que salió perdiendo.

Además, este plano base se tensa hasta casi la esquina de las calles Ciudadela y Canelones, generando una escalinata escenográfica con vistas al río, otro gesto interesante de una expresividad muy contenida.

Visto desde la pequeña calle Bartolomé Mitre, el mismo plano toma espesor, y gracias al desnivel existente el subsuelo surge como un volumen de hormigón visto. Marcado con aberturas en vertical, pero delineado horizontalmente, este cuerpo remata con gran velocidad en la fachada sur, con el espacio del comedor apenas elevado sobre el espacio público. Este volumen de servicios, que contiene los accesos al estacionamiento, un novedoso estacionamiento de bicicletas público con duchas y vestuarios, un acceso de servicio y espacios técnicos diversos cumple un rol importante a la hora de dialogar con la escala barrial, en el único lado en el que el edificio se aprieta contra la ciudad. Hay que reconocer habilidad a la hora de tironear de un volumen de servicios semienterrado hasta convertirlo en el principal motivo de la fachada sur.

Las plantas de oficinas tienen, desde el punto de vista de la ciudad (que es mi punto de vista), mucho menos interés. Por exigencias de la CAF se eliminó del proyecto ejecutivo la escalera que comunicaba fluidamente desde el hall hacia el primer nivel: la única opción es usar el ascensor (salvo emergencias, obviamente). Dada la ancha crujía, y con el auditorio emergiendo en el centro, se optó por vaciar esa porción de planta y generar un patio verde, rodeado de un cómodo espacio de circulación y áreas de oficinas abiertas y cerradas. Una amplia escalera comunica este nivel con el segundo, un volumen transversal que sobrepasa el nivel de la estructura existente, otro gesto interesante que se hace reconocible desde fuera. Allí tiene su gran oficina el presidente de la CAF, reservada para cuando visita el país. Como este tipo de organismos internacionales, el edificio tiene algo de construcción ficticia: su mejor lugar permanece vacío todo el año.

Para finalizar, me gustaría volver a mirar el lugar desde la rambla. Nuevamente me asalta la idea de conjunto heterogéneo, de ramo de flores extraño. Pero es interesante el rol que juega el nuevo edificio de la CAF en este conjunto, armonizando escalas y formas, neutralizando algunos edificios vecinos indeseables y dando lugar a los verdaderos protagonistas del lugar. La ciudad está mejor que antes.

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en Summa+, Buenos Aires, Argentina

Cada día canta mejor

 

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Tetera de Marianne Brandt, Museo Blanes. Foto: Ricardo Antúnez

Fundada en 1919 y clausurada en 1933 por el gobierno nazi, la escuela alemana de arquitectura y diseño cumple 100 años: la Bauhaus continúa siendo reconocida por sus innovaciones en didáctica, por la influencia de sus profesores y alumnos y por sus productos sorprendentemente actuales.

El uso (relativamente) popular de la expresión “diseño Bauhaus”, como adjetivo, se enfoca en una cuestión estilística, vagamente asociada a formas puras y abstractas. Sin embargo, las importantes transformaciones provocadas por la famosa escuela alemana –en sus apenas 14 años de actividad– no se restringen a aspectos formales o expresivos. Además de innovaciones en didáctica y pedagogía, la Bauhaus propuso una nueva concepción de la relación entre el arte, la artesanía y los medios de producción, los procesos industriales, los objetos, el espacio y los edificios. En definitiva, ayudó a cambiar nuestra manera de relacionarnos con el entorno material en todas sus escalas.

Pero el fenómeno de la Bauhaus no surgió de la nada. Su contexto fue el período de entreguerras –lo que se conoce como la República de Weimar, de 1918 a 1933–, el de la Alemania derrotada, con recesión económica, inflación y, al final del ciclo, el surgimiento del nacionalsocialismo; en relación con la arquitectura, es la época protomoderna europea, en la que conviven expresiones renovadoras con posturas más conservadoras o románticas: el Arts and Crafts, el Art Nouveau, la Escuela de Ámsterdam, la Deutscher Werkbund, entre otras.

La Bauhaus surge en Weimar, de la fusión de las escuelas de Bellas Artes y la de Artes y Oficios, cuyo director, Henry van de Velde, designó en su lugar al arquitecto Walter Gropius, fundador y principal impulsor de la nueva escuela a partir de 1919. Este origen que mezcla arte y artesanía es fundamental para entender las particularidades de la Bauhaus, y lo vincula directamente a la tradición del británico William Morris y el Arts and Crafts.

Como respuesta a la situación social de la época, signada por la escasez material, los artistas buscaban eliminar las diferencias sociales con su trabajo y expresar las condiciones de una nueva sociedad más justa. En la primera proclama de la Bauhaus, un Gropius imbuido de misticismo proponía: “Aportemos todos nuestra voluntad, nuestra inventiva, nuestra creatividad a la nueva actividad constructora del futuro, que será todo en una sola forma: arquitectura, escultura y pintura, y que millares de manos de artesanos elevarán hacia el cielo como símbolo cristalino de una nueva fe que está surgiendo”.

Aunque para Gropius “el fin último de cualquier actividad figurativa es la arquitectura”, el primer plan de estudios de la escuela se dirigía principalmente a la formación de artesanos, con una alusión a los gremios medievales (los constructores de las catedrales góticas) y a las ideas de Morris. En esta primera etapa se destacaba el trabajo del suizo Johannes Itten y su curso introductorio, el Volkrus. A contracorriente de la educación academicista, Itten se proponía que los estudiantes desaprendieran su formación clásica y se conectaran instintivamente con sus raíces y su psiquis. Los resultados de estas primeras experiencias reflejaban un expresionismo primitivo con reminiscencias tribales africanas y orientales. El Volkrus, que contaba con los aportes de los expertos en color, Paul Klee y Wassily Kandinsky, fue dirigido posteriormente por Josef Albers y László Moholy-Nagy, artistas más vinculados a la abstracción, que habría de marcar el futuro de la Bauhaus.

La imagen Bauhaus

En 1922, la visita del artista holandés Theo van Doesburg definió un punto de inflexión en la historia de la Bauhaus. Miembro del movimiento De Stijl, Van Doesburg sirvió como catalizador para una depuración formal de los productos de la escuela. En esta segunda época, Gropius intentó dirigir a los estudiantes hacia productos pensados para la industrialización, con la consigna de que “la máquina es nuestro método moderno de diseño”, mientras proponía una nueva unidad entre arte y técnica. También es en esta fase de la escuela en la que se forja la imagen Bauhaus, una gramática sofisticada y abstracta construida con formas geométricas básicas.

Luego del curso preliminar, los estudiantes se preparaban por tres años en un oficio específico, para después cursar el programa de maestría, en el que profundizaban en arquitectura y producción en serie. Algunos de los talleres se denominaban por el material con el que se trabajaba: metales, madera, vidrio; otros por el producto final: textil, impresión, encuadernación, alfarería, etcétera. En la arquitectura, entendida como una “obra de arte total” –la síntesis–, confluirían todas las ramas enseñadas en la escuela. En agosto de 1923, apenas cuatro años más tarde de su fundación, la Bauhaus hizo la primera exposición sobre sus productos.

Si bien las mujeres tenían libertad para matricularse en la escuela, en los hechos se restringía su acceso para no superar un tercio del estudiantado, y se las orientaba para participar en los talleres “más femeninos”, como los de tejido o de orfebrería. Ejemplo de alumnas de la Bauhaus son Anni Albers, que se destacó por sus trabajos en tejido, Gertrud Arndt en la producción de alfombras y fotografía, y Lucia Moholy, también en fotografía. Los apellidos de estas tres estudiantes coinciden con los de maestros de la escuela –eran sus esposas–, cumpliendo con la infeliz consigna de la gran mujer detrás de un gran hombre. Quizá las dos más destacadas fueron Marianne Brandt, diseñadora del taller de metales, y Alma Buscher, del taller de carpintería. Ellas consiguieron romper la frontera de los talleres “masculinos” y demostrar lo ridículo de aquella división.

Las críticas sobre la propuesta académica de la escuela, tanto desde el gobierno central como desde el local, dieron paso a importantes recortes en el presupuesto; en 1925 Gropius y sus principales colaboradores renunciaron a sus puestos. Varias ciudades pujaron por albergar a la Bauhaus, y fue finalmente Dessau –de gobierno socialista– la que lo consiguió, ofreciendo además un amplio terreno y los medios para la construcción de un nuevo edificio. Junto a Gropius, se mudaron también los maestros Lyonel Feininger, Kandinsky, Klee, Moholy-Nagy, Georg Muche y Oskar Schlemmer.

Fue en Dessau donde la Bauhaus alcanzó su punto más alto, y el edificio, diseñado por el propio Gropius, representaba su concreción. El autor, que poco tiempo antes escribía que en la Bauhaus aspiraban a “crear una arquitectura clara, orgánica, de una lógica interior radiante y desnuda, libre de revestimientos engañosos y de triquiñuelas”, una arquitectura adaptada a un “mundo de máquinas, receptores de radio y automóviles rápidos”, aprovechó esta oportunidad para proyectar uno de los edificios más representativos de la arquitectura del siglo XX. Fue inaugurado a fines de 1926; habían pasado tan sólo ocho años luego del final de la gran guerra.

Dado que el terreno, localizado en las afueras de la ciudad, no ofrecía demasiadas restricciones, el arquitecto –y también cliente en este caso– trabajó con mucha libertad. El programa incluía los talleres (el volumen mayor del conjunto), espacios comunes (restaurante y teatro), una escuela técnica (un requisito agregado por el ayuntamiento), las oficinas administrativas y viviendas para los estudiantes. Cada uno de estos paquetes, con requerimientos de área y alturas diferentes, conforma un volumen distinto, y quizá lo más interesante del proyecto es la forma en la que estos cuerpos se asocian en un edificio, que es a la vez varios.

Equilibrio inestable

A diferencia de un edificio clásico y axial, que se conoce completo al ver tan sólo una fachada, el proyecto del edificio de la Bauhaus es esquivo y es necesario recorrerlo para comprenderlo. En términos compositivos, su riqueza mayor radica en su equilibrio inestable, ya que desde cada nuevo punto de vista las relaciones de sus partes cambian. Y para reforzar aun más este dinamismo, Gropius proyectó una calle entre los dos cuerpos principales, que permanecen unidos por un puente en el que situó las oficinas. El cuerpo más alto, en el extremo este del conjunto, contiene las residencias de los estudiantes. Gropius proyectó también las casas para los maestros, ubicadas en un terreno cercano.

Además de sus particularidades volumétricas, el edificio de la Bauhaus llamaba la atención por su expresión material. Los muros eran blancos, lisos y libres de cualquier ornamentación; las estructuras de hormigón estaban visibles, separadas del plano de fachada; enormes paños de ventanas, dispuestas horizontal o verticalmente según la función, se adosaban a las fachadas, en ocasiones sin tocarla, y en otras forrando la esquina. En conjunto, para la época, la imagen probablemente correspondía más a la de una fábrica que a la de una escuela de artes. De hecho, un antecedente de esta expresión se encuentra en un edificio del mismo Gropius, la fábrica Fagus de 1911.

Entre la crisis económica incipiente y la antipatía de los habitantes de la pequeña ciudad, en 1927 volvió la inestabilidad a la escuela, y un año más tarde Gropius designó al arquitecto y urbanista suizo Hannes Meyer, para que lo sucediera en la dirección. Meyer se había desempeñado por un corto período como responsable del área de arquitectura de la escuela. Funcionalista, crítico de los desvíos formalistas de la etapa anterior –asociados al lujo más que a las necesidades populares–, intentó imprimir un carácter más radical a los trabajos de la Bauhaus, con la mira en la producción en masa. Alcanzó a reformar el plan de estudios, fusionando algunos de los talleres existentes, pero en 1930 fue cesado del cargo por razones políticas, bajo el alegato de supuestas prácticas comunistas.

Los últimos tres años de la escuela fueron dirigidos por el célebre arquitecto Mies van der Rohe, dueño ya de una trayectoria relevante dentro de la arquitectura moderna. Pocos años atrás había sido el encargado del proyecto para la colonia Weissenhof, en Stuttgart, así como del Pabellón alemán en la Exposición Internacional de Barcelona (conocido como Pabellón Barcelona). Con el objetivo de despolitizar a la escuela, Van der Rohe se enfrentó duramente a la organización estudiantil y los retiró del cogobierno. Puso el foco académico en la enseñanza de la arquitectura y su esencia constructiva –dejando de lado el carácter social proclamado por sus dos predecesores–, achicó la duración de la carrera, redujo drásticamente los talleres y cortó la producción de objetos para la venta al público, provocando una importante transformación del perfil de la Bauhaus.

En 1932 la Bauhaus tuvo que abandonar Dessau y mudarse nuevamente, esta vez a Berlín, donde funcionó hasta su cierre en 1933. En Berlín, aún bajo dirección de Van der Rohe, la escuela pasó a ser privada y se profundizó el perfil arquitectónico y constructivo del plan de estudios. Poco tiempo duró esta nueva situación: diferentes agencias del gobierno nazi acorralaron a la escuela y terminaron por clausurarla, otra vez bajo la acusación de vincularse con el comunismo.

Los tres directores de la escuela emigraron a Estados Unidos, a donde también se desplazó el foco de la arquitectura moderna hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Los productos Bauhaus [recuadro]

Aunque el principal objetivo de la Bauhaus era la arquitectura, entendida como una “obra de arte total”, lo cierto es que la escuela no dejó muchos productos arquitectónicos. Su edificio en Dessau fue proyectado por el estudio del director, Walter Gropius, así como el complejo habitacional Törten, aunque este último sí contó con la participación de estudiantes de la escuela.

Por otro lado, son varios los productos de mobiliario que trascendieron las puertas de la escuela, muchos de los cuales son producidos actualmente (y pocos adivinarían su longevidad). La silla Wassily (o Modelo B3) fue diseñada por el arquitecto húngaro Marcel Breuer entre 1925 y 1926, y es quizá uno de los productos más reconocibles. La identificación con esta silla de tubo de acero y la Bauhaus puede verse en las fotos de época del auditorio del edificio de Dessau, poblado por completo por las Wassily. Breuer, quien había diseñado anteriormente la Silla de Listones de madera, también es el autor de la silla Cesca, de 1928. Uno de los productos más populares de la Bauhaus es la lámpara de mesa de luz Kandem, diseñada por la alemana Marianne Brandt y el austríaco Hin Bredendieck en 1928. Brandt se había destacado por sus diseños en metal, en particular por la Tetera Plateada (o MT 49) de 1924. Otro producto popular, producido en la época de Weimar, fue la lámpara de metal y cristal, la WG24 de Wilhelm Wagenfeld.

 

El documental [recuadro]

Medir el impacto real, en el mundo del diseño y la arquitectura, de la corta historia de la escuela de la Bauhaus puede ser una tarea imposible. Lo que sí se puede es establecer relatos que vinculen aquellas ideas con acciones y resultados alejados en tiempo y espacio. Mundo Bauhaus (2015) es un documental de la Deutsche Welle (DW), producido por planetfilm con el apoyo del Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania, que busca crear un relato en torno a las presuntas influencias de la escuela alemana en el diseño y la vida contemporánea.

El film fue dividido en tres capítulos de 42 minutos cada uno y está disponible en el canal de Youtube de la DW, traducido al español. El primer capítulo, titulado “El código”, se pregunta “qué hay detrás de la fórmula del éxito de la Bauhaus”. Desde Londres hasta Tel Aviv, se exponen casos contemporáneos sobre el proceso intuitivo, la estética minimalista, la estandarización de las medidas, el vínculo entre la artesanía y la industria, entre la moda y la máquina, el diseño corporativo y el patrimonio moderno. El capítulo “El efecto” indaga en “cómo se desarrollaron los principios de la Bauhaus”. Detrás del concepto de “diseño democrático” aparecen experiencias globales como las de Ikea, Braun, Apple o Vitra. Finalmente, en “La utopía”, se cuestiona sobre las posibilidades de “una buena vida para todos”. En este capítulo aparecen la veta social y pedagógica de la Bauhaus, y se presentan los grandes complejos habitacionales, la infraestructura, la relación con la producción sustentable, la vivienda mínima y el espacio público. En este último capítulo es donde el documental se siente más forzado, más panfletario, aunque sin perder del todo la elegancia alemana.

 

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2019/6/la-bauhaus-y-su-revolucionaria-concepcion-del-arte-la-artesania-y-el-espacio-cumple-100-anos/

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La diaria, edición 28/06/19

Arquitectura en Paraguay

Con promoción del gobierno de España, desde 1998 se celebra la Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (BIAU). La próxima edición se llevará a cabo en octubre de este año en Asunción. El cierre para el envío de propuestas en las categorías Premio Iberoamericano de Arquitectura y Urbanismo y Panorama de Obras es el 9 de abril, mientras que Publicaciones, Textos de Investigación, Trabajos Académicos y Fotografía Habitando Iberoamérica cierra el 11 del mismo mes.

La BIAU, que ya transitó por Madrid (1998), Ciudad de México (2000), Santiago de Chile (2002), Lima (2004), Montevideo (2006), Lisboa (2008), Medellín (2010), Cádiz (2012), Rosario (2014) y San Pablo (2016), en los últimos años ha perdido parte de su intensidad. Quizá esto explique su ausencia el año pasado y su consiguiente reanudación en un año impar. No es difícil, tampoco, imaginar alguno de los motivos del desgaste, entre tantas crisis –empezando por la madre patria de todas las crisis–.

Con su institucionalidad estable en España, la Bienal actual es comisariada por los españoles Arturo Franco y Ana Román. En Paraguay, la coordinación corresponde a José Cubilla, y, por Uruguay, la curadora para esta edición es Daniella Urrutia. Aunque en las últimas ediciones el nivel de los proyectos presentados tiende lentamente a ser un poco más equilibrado, no es de extrañar que la calidad de las propuestas españolas y portuguesas haga que se destaquen por sobre las latinoamericanas. Ya sea por presupuesto, por tecnología o por el uso sistemático del concurso para la realización de la obra pública, la brecha aún es notoria. Por otro lado, esta situación no siempre se inclina a favor de los ibéricos, ya que el despilfarro y las “burbujas” también forman parte de este contraste. En general, en estas bienales resulta difícil discernir entre la cooperación desinteresada y el paternalismo soft power.

En este sentido, realizar la Bienal actual en Asunción podría suponer uno de los contrastes máximos, si tomamos en cuenta el tamaño y el nivel de desarrollo de la capital guaraní. Sin embargo, esta mirada apresurada no estaría tomando en cuenta la relevancia que, en el panorama mundial, ha alcanzado la arquitectura paraguaya en la última década.

Una escuela paraguaya

Tres posibles vertientes convergen actualmente en lo que llamamos en esta nota la “escuela paraguaya”. En un país con una muy joven comunidad académica en arquitectura –muchos de sus docentes se formaron en nuestra Universidad de la República– pero con una fuerte tradición en el trabajo artesanal de los “maestros de obra”, sus proyectos se destacan por su construcción. No me refiero aquí a si están o no bien construidos, sino a que la construcción forma parte fundamental de los procesos de ideación, en una deriva entre el ensayo, el error y la innovación. Además de una sensibilidad común sobre los problemas climáticos, los recursos escasos, la relación con el ambiente, estas obras comparten principalmente una cultura material.

La rama más notoria es la encabezada por Solano Benítez y Gloria Cabral, quienes proponen una arquitectura desde el manejo de la técnica y la materia, con un planteo novedoso sobre el uso –y reuso– del ladrillo, ampliando las posibilidades expresivas y estructurales de un elemento común.

Socios en el Gabinete de Arquitectura, Benítez y Cabral han sido ampliamente reconocidos. En 2008 Benítez obtuvo el premio del banco suizo BSI para arquitectos de menos de 50 años. Cabral, a su vez, fue seleccionada en 2014 por la Rolex (también suiza) para su programa Mentors & Protégés, para trabajar durante un año con el célebre arquitecto Peter Zumthor. Dos años más tarde, el Gabinete de Arquitectura obtuvo el León de Oro, premio mayor en la Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia. Esta breve reseña de distinciones intenta mostrar la atención que la arquitectura paraguaya ha concitado en Europa (léase, el mundo) a partir de las obras del Gabinete y las conferencias de Solano Benítez, su principal rockstar.

Javier Corvalán representa una segunda vertiente de esta supuesta escuela. Su Laboratorio de Arquitectura se ubica en Luque, en las afueras de Asunción. El estudio ocupa el galpón donde antes funcionó la carpintería en la que Corvalán trabajó en sus primeros años luego de recibido de arquitecto. En su pasaje por la Facultad de Ciencias y Tecnologías, la carrera Arquitectura compartía los tres primeros años con la de Ingeniería. Esta mezcla de trabajo manual y educación técnica es bastante apreciable en sus edificios, con propuestas siempre desafiantes –a veces desconcertantes– en términos estructurales.

Corvalán hizo estudios de posgrado en Roma, y estableció una relación permanente con el Instituto de Urbanismo y Arquitectura de Venecia, donde es profesor visitante. Representó a Paraguay en la Bienal de Venecia de 2014, y en 2018 volvió a Venecia para construir una de las diez capillas que representaron al Vaticano en la Bienal.

Más joven y menos conocido internacionalmente que los anteriores, José Cubilla integra la tercera rama. Su arquitectura persigue menos la originalidad y más la consistencia formal y espacial, con una sintaxis cercana a la de la arquitectura moderna: abstracción geométrica, equilibrio entre masas y vacíos y espacios fluidos. Sin embargo, su raíz constructiva y material emparenta su trabajo con el de sus mayores. Además de ser el actual coordinador de la BIAU en Asunción, en 2016 Cubilla obtuvo el premio Arquitecto de las Américas otorgado por la Federación Panamericana de Asociaciones de Arquitectos.

Teniendo en cuenta que toda selección es algo injusta, como lo es cualquier categorización cultural, esta nota es una excusa para presentar un pequeño panorama sobre la arquitectura contemporánea paraguaya, a la luz de la próxima BIAU.

 

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2019/3/esta-abierta-la-convocatoria-para-la-11a-bienal-iberoamericana-de-arquitectura-y-urbanismo/

Ladrillos y servilletas: Mario Spallanzani (1935-2019)

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@ Norma Graña, SMA-FADU 

Recuerdo la última vez que me lo crucé, hace ya varios años. Estaba en la playa de Valizas, y apareció entre la bruma con su cámara fotográfica en la mano. Delgado, con su barba blanca –característica de al menos las últimas décadas–, caminaba con paso firme hacia las dunas, siguiendo una especie de misión personal que lo abstraía del contexto inmediato.

Nacido en 1935 en Montevideo, Mario Spallanzani se destacó tempranamente por su sensibilidad plástica y recibió varias menciones en salones nacionales y municipales desde 1949 en adelante. En 1954 ingresó en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República, de la que egresó en 1963. Además de arquitecto, fue docente desde 1985 y alcanzó el grado de profesor agregado en el taller Pintos. Expuso varias veces sus trabajos fotográficos en el Centro de Fotografía de Montevideo, y publicó media docena de libros con investigaciones sobre arquitectura y fotografía.

Aunque cualquiera de los detalles de su currículum podría justificar esta nota, probablemente sus aportes más significativos se encuentran en el campo del proyecto de arquitectura, y en particular el de la vivienda social en el contexto del sistema cooperativo. Si además consideramos que los proyectos de conjuntos cooperativos de fines de la década de 1960 e inicios de la de 1970 son de las experiencias arquitectónicas uruguayas más relevantes a nivel nacional e internacional, entonces nos encontramos ante un actor cuyo trabajo infelizmente aún no ha sido valorado públicamente con justicia. En eso estamos aquí, tarde como tantas veces.

El arquitecto

En 1966 ingresó en el Centro Cooperativista Uruguayo (CCU) para proyectar los primeros tres conjuntos habitacionales cooperativos de Uruguay: Isla Mala, en Florida; Éxodo de Artigas, en Fray Bentos; y Cosvam, en Salto. Dos años más tarde, estas primeras experiencias de construcción por ayuda mutua fueron fundamentales para alimentar el capítulo sobre cooperativas del Plan Nacional de Vivienda (conocido como Ley de Vivienda). También sirvieron para iniciar el desarrollo de un sistema –tanto desde el punto de vista social como constructivo– que tendría una singular eficacia como solución habitacional de calidad para una población sin otros recursos disponibles.

El papel principal del CCU en este proceso es innegable, y Spallanzani –que estuvo vinculado a la institución hasta 1991– tuvo un rol prominente: mientras que en los primeros años era quien se encargaba de todo lo relativo al proyecto y la obra, los sistemas constructivos y sus detalles y el cálculo de estructura, con el cambio de escala del CCU fue asumiendo tareas de jefatura, primero del departamento de Obras, luego de la sección Investigación y finalmente de la sección Proyecto. Hasta 1990 fue asesor en todos los proyectos del CCU y llegó a supervisar cerca de 2.500 unidades en 30 conjuntos habitacionales.

Sus proyectos de cooperativas de vivienda se contraponían a los conjuntos construidos a partir de la década de 1950 por el Instituto Nacional de Viviendas Económicas, en los que aún prevalecía la idea del gran bloque posado sobre el verde. Las propuestas de Spallanzani partían de la observación e interpretación de los modos del habitar en los suburbios montevideanos –un tejido elaborado en base a la casita con frente y fondo– pero sin por ello perder la idea de conjunto. Además de contar con un estudio tipológico riguroso, sus viviendas se caracterizan por una gran atención a los detalles y a las variaciones que median entre la escala de los edificios y las personas.

La invención de dispositivos de prefabricación liviana le permitió también incorporar elementos plásticos y técnicos complejos, en un entorno de construcción por ayuda mutua, con mano de obra poco o nada especializada. Esto último, sumado al uso del ladrillo como material principal, hace que sus viviendas hayan requerido un relativamente bajo mantenimiento en el tiempo.

Algunas de sus obras con el CCU en Montevideo fueron Covimt 1 (concluida en 1973), Civis (1973), Covfi (1975), Covimt 9 (1983) y Cutcsa 4 (1987).

Como suele ocurrir, su primera obra fue su casa propia en la calle Nicaragua, una obra sobre la que volvió varias veces y donde aún residía. También, previo a la experiencia en el CCU, y en sociedad con Mariano Arana, Spallanzani proyectó una serie de casas y reciclajes en Montevideo y Maldonado, donde también realizó el conjunto Barrio Norte, con Jack Couriel y Ana Gravina. Junto con Couriel y Martha Cecilio realizó consultorías sobre temas territoriales, en los que siempre se destacaron sus aportes metodológicos.

El renacentista

Spallanzani hablaba poco, pero en confianza mostraba un humor muy punzante y sensible. No siempre podía expresar su complejidad de razonamiento, el dominio sobre una práctica que le era del todo natural. Su forma de plantearse los problemas más variados, de alcanzar la coherencia sin aparentes renuncias, lo volvían un personaje singular. Sin embargo, siempre trabajó en equipo. Los que mejor lo conocen aseguran que su aparente timidez era pura humildad. No tenía caprichos o personalismos en su trabajo, ni ambición por ser reconocido.

Sin tener estudios específicos sobre el tema, dominaba la matemática, la estadística, los métodos de investigación, conocía profundamente la fauna y el territorio uruguayo. Además de volver a anotar su talento para las artes plásticas, quisiera cerrar esta nota mencionando dos de sus libros: Los lenguajes de la arquitectura (Facultad de Arquitectura y Ediciones de la Banda Oriental, 2004) y Los lenguajes de la fotografía (Ediciones CMdF, 2010). En ellos Spallanzani muestra el valor del estudio, de sumergirse en temas de una complejidad enorme y desgranarlos hasta poder entender las partes que los conforman. Pienso que para él no hubiera sido necesario estudiar de esa manera para llegar a dominar la arquitectura y la fotografía como las dominó, pero ahí estaba. Ese era el Mario Spallanzani docente.

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2019/2/ladrillos-y-servilletas-mario-spallanzani-1935-2019

 

Sobre los muros

Mural

Mural de Julio Alpuy © Alvaro Zinno

Con frecuencia me pregunto si la sensación de excepcionalidad recorre todas las nacionalidades o si, por el contrario, es exclusiva de países pequeños que ven en sus improbables gestas el carácter de lo singular. Al lado de mitos difíciles de explicar, como el del Maracaná –u otros menos relevantes, como el del invento del “Sun”– existen algunos motivos para el orgullo de los uruguayos con una genealogía un poco más clara. Conocer esos orígenes, valorar sus historias, permite entenderlos desde el presente y elegir lo que queremos preservar para el futuro.

No siempre es fácil alcanzar un acuerdo sobre esto último. Antes de la década de 1980 la noción de patrimonio arquitectónico y artístico era muy distinta de la actual. En los últimos años, y a partir de la repercusión que posibilitan las redes sociales, hemos asistido a discusiones sobre preservar tal o cual edificio, poner una estatua o mantener público un fragmento de la rambla. Algunas veces se ha llegado tarde a la discusión, que finalmente se dio igual, pero con el cadáver ya frío. Afortunadamente, no fue el caso del mural que Julio Alpuy pintó al fresco en el liceo Dámaso Antonio Larrañaga.

Nacido en Cerro Chato en 1919, Alpuy fue uno de los principales exponentes del Taller Torres García. En 1956, el artista fue convocado por el arquitecto José Scheps para pintar un mural en el liceo ubicado en la esquina de Jaime Cibils y la avenida Centenario. El muro elegido para la pintura –en la que el arquitecto llamó la “zona del conocimiento”– separaba la biblioteca del pasillo, flanqueado por dos puertas, y enfrentaba al patio. El mural, de ocho metros de largo por tres de altura, retrataba en lenguaje constructivista distintos oficios de la época. Con el edificio inaugurado, liceo y mural comenzaron su intensa vida.

Transcurridos más de 60 años, y luego del fallecimiento de Alpuy en 2009, las alarmas se encendieron para alertar sobre el estado de la pintura. Como lo muestra una de las fotos que acompañan esta nota, el mural había perdido su coloración en al menos un tercio de su área, mientras que el resto estaba, también, seriamente comprometido. Además de la decoloración por efecto de la incidencia del sol y de la humedad del ambiente, adaptaciones del entorno de la obra habían desfigurado la situación original. Joaquín Ragni, Óscar Prato y Gustavo Serra llevaron el tema del deterioro del mural a la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, cuyas autoridades, Nelson Inda y José Cozzo, decidieron una intervención para restaurar la pintura y recalificar su entorno. Designaron al arquitecto y artista plástico Rafael Lorente Mourelle como supervisor y coordinador de las tareas arquitectónicas y del llamado público para la restauración de la obra.

Lorente hizo un proyecto de readecuación del espacio del mural y, en paralelo, redactó las bases para la selección de un equipo profesional de restauración. Los trabajos de construcción debían estar prontos antes de que comenzaran las tareas de precisión de recomposición del sustrato y la pintura de Alpuy. Más que agregar, la obra de arquitectura consistió en retirar elementos distorsivos, como dos jardineras adosadas a los laterales del mural, rejas y una puerta, cambiar aberturas por planos vidriados más neutros, agregar un cielorraso lumínico y elementos de protección de la radiación solar.

En marzo de este año cuatro propuestas se presentaron a la convocatoria para la restauración del mural, y resultó ganadora la de Claudia Frigerio y Cecilia Jorge. Los trabajos comenzaron entre mayo y junio, y se espera que estén finalizados para febrero de 2019.

Entrevistado por la diaria, Lorente Mourelle explicó que la recuperación de la unidad de la obra —el mural y el espacio— “es un trabajo de participación en diferentes niveles: político, administrativo y burocrático, las autoridades, profesores, alumnos y padres del liceo”. En este sentido, valoró especialmente el “apoyo incondicional de la directora del liceo, Sandra Giménez”, y la forma en la que profesores y alumnos se han apropiado del proceso de obra: “No es un trabajo solamente técnico o artístico, es integral y enriquece a esa pequeña sociedad en la que todos participan”.

“La obra se ha convertido en un taller”, agregó, “los alumnos están atentos al trabajo”. El Día del Patrimonio se hizo en el liceo una jornada de concientización con alumnos y profesores. También un curso de historia del arte elaboró material para repartir al resto de los compañeros. Al finalizar los trabajos, un panel informativo permitirá a la comunidad educativa y visitantes conocer las particularidades del mural y de su restauración.

Lorente Mourelle llama la atención sobre el hecho de que, aunque el Dámaso sea un lugar de concurrencia masiva, el mural nunca fue depredado, sino que “el deterioro es consecuencia del lugar donde está emplazado, por el asoleamiento excesivo, por circunstancias de la humedad ambiental y, probablemente, porque en esa época los artistas no tenían el conocimiento total de lo que implicaba pintar un mural”.

Arte constructivo

Joaquín Torres García regresa a Uruguay en 1934 y un año más tarde funda la Asociación de Arte Constructivo, en la que participan intelectuales, pintores, escultores y arquitectos. Da clases en la Facultad de Arquitectura y en 1941 dicta una serie de conferencias sobre decoración mural en la misma facultad. En 1942 funda el Taller Torres García –con una impronta distinta de la de la asociación– y lo denomina Escuela del Sur. “En el taller coexistían una visión del arte constructivo y una de la pintura figurativa de caballete. Torres había concebido al arte constructivo para salir del caballete, para el espacio urbano, para el edificio y la arquitectura moderna. Esas obras tenían un valor que superaba el del trabajo del artista individual, no sólo por la escala, sino porque era un diálogo entre artistas y arquitectos”, sostiene Lorente Mourelle.

En 1944 la Escuela del Sur pinta los murales del pabellón Martirené del hospital Saint Bois, aunque Torres habla de estas pinturas como decoración mural y no aún como muralismo, en el sentido de integración plena entre arte y arquitectura. Son recién sus alumnos, tras la muerte del pintor en 1949, quienes desarrollan en la práctica el pensamiento del Universalismo Constructivo torresgarciano. Julio Alpuy, quien había entrado como profesor en 1945, queda a cargo de las clases del taller.

En la década de 1950 son varios los arquitectos que integran en sus obras los trabajos de artistas del taller, como Ernesto Leborgne y Mario Payssé Reyes en sus viviendas propias o Rafael Lorente Escudero en obras para ANCAP y en su casa de playa. Alpuy colabora con los tres arquitectos, y durante su carrera hace también murales en la Asociación Cristiana de Jóvenes, en la ex embajada de Uruguay en Buenos Aires y en la Casa Domínguez. De vuelta sobre el mural del Dámaso, Lorente Mourelle, quien prepara una exposición sobre Alpuy en el Museo Nacional de Artes Visuales para fines de 2019, apunta que Leborgne era el arquitecto de la empresa que construyó el edificio, y habría indicado a José Scheps el nombre de Alpuy.

Arte y política

Aunque excepcional por su calidad y su actual proceso de restauración, el mural del liceo Dámaso Antonio Larrañaga no fue un caso aislado. En un artículo publicado en el número 4 de la revista Vitruvia, de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República, la profesora del Instituto de Historia de la Arquitectura arquitecta Laura Cesio hace un pormenorizado recuento de las políticas públicas que promovieron y generalizaron el uso de murales en edificios públicos y privados entre 1920 y 1970.

En conversación con la diaria, Cesio comentó que el trabajo que culminó en el artículo “El espacio del arte. Políticas públicas, arquitectura y muralismo (1920-1970)”, y que es parte de su investigación de maestría, se precipitó a partir de una conversación con los arquitectos Nelly Grandal y José Scheps sobre el mural de Alpuy. La punta de la madeja fue un comentario de Scheps sobre el porcentaje destinado por ley para obras de arte en los edificios públicos escolares.

Según se lee en el artículo, otros dos disparadores alimentaron la reflexión en torno a las “posibles relaciones entre políticas públicas, arte, arquitectura y enseñanza, y al marco legal que las pone en evidencia”: un relevamiento de murales de cerca de 200 obras (originalmente enfocado en liceos) y el hallazgo de un archivo de 140 fotografías en blanco y negro con murales nacionales, imágenes provenientes de la Exposición de Arte Mural de 1957 en la Facultad de Arquitectura.

El trabajo establece un lazo entre el muralismo latinoamericano y la Revolución Mexicana: “La idea de socializar el arte mediante obras que trataran la realidad mexicana, sus luchas, rechazando la pintura tradicional de caballete por asociarse al viejo orden, encontró en los murales un aliado”. El estudio se inicia en la década de 1920, en la que, “en coincidencia con la búsqueda de una identidad nacional en todas las dimensiones de la sociedad y la cultura […] comienzan a registrarse experiencias de pinturas murales vinculadas a espacios de carácter público. La voluntad era la de acercar el arte a la sociedad, a la vez que generar un sistema de valores propios que diera sentido a la construcción del ser nacional”.

La imagen de democracia consolidada, representada en la construcción del Palacio Legislativo, y la estatización de la industria, presente en las nuevas empresas públicas, serían acompañadas por “un proceso de nacionalización de la cultura que acompasara el modelo batllista y respondiera a los recursos propios, humanos y materiales”. La etapa más importante en la construcción de la infraestructura pública del país coincidió con la inquietud por un arte nacional y por un lugar para los artistas locales.

El texto también hace referencia a la figura de Torres García, como personaje central en la promoción del “arte en ámbitos que se integraran al hábitat humano, saliendo de sus espacios tradicionales y vinculándose a la arquitectura”, y se detiene en la importancia de la visita a Uruguay, en 1933, del muralista mexicano David Alfaro Siqueiros.

Probablemente lo más revelador del artículo de Cesio esté en la vinculación que describe entre los colectivos de artistas, en su etapa de consolidación profesional y gremial, y las políticas públicas de promoción del arte nacional en espacios arquitectónicos. Y lo más llamativo fue que esas políticas se plasmaran en leyes concretas, algunas de las cuales están vigentes actualmente.

En 1936 se creó la Agrupación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores (AIAPE), y en 1939 se aspiraba a “la designación de artistas nacionales para realizar el decorado de escuelas y liceos. Este reclamo fue recogido en la Ley 10.098, del 15 de diciembre de 1941, que en su artículo 8 establecía: ‘En la construcción de locales escolares podrá invertirse hasta el cinco por ciento en decoración artística, que será confiada a pintores y escultores nacionales’”. En 1947 el Poder Ejecutivo establece en una circular la generalización de esta medida para los Planes de Obras Públicas: “Las obras de arquitectura que realiza el Estado deben ser enriquecidas con aportes de los plásticos nacionales en una coordinación artística con los arquitectos que la proyectan, en forma que reflejen por su dignidad el progreso cultural del país.” Además de la generalización para otros programas no escolares, Cesio apunta el cambio semántico entre el “podrá invertirse” y el “deben ser enriquecidas”.

La demostración de que estas iniciativas, originadas en los colectivos artísticos y recogidas en leyes, promovieron una cultura del muralismo en Uruguay se verificó más en el ámbito privado –paradójicamente, no sujeto a las normas mencionadas– que en el público. El texto concluye que “la expresión de una cultura nacional que debía manifestarse en los edificios públicos como política institucionalizada de dimensión sociocultural de un arte para todos fue más un anhelo que una experiencia sostenida. En cambio, la concreción de murales en el medio privado fue formidable”.

De la misma forma que la presente nota se propuso ir de lo particular a lo general, es de esperar que las herramientas desarrolladas en la restauración del mural del liceo Dámaso Antonio Larrañaga sirvan de experiencia para futuras intervenciones en el patrimonio artístico y arquitectónico uruguayo. Por lo pronto, la restauración del mural de Alpuy es un doble motivo de orgullo, y despeja el camino para entender el origen de algunas de nuestras singularidades.

Elegidos (recuadro)

El Ministerio de Educación y Cultura, por intermedio de la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, hizo la convocatoria para la restauración del mural en el liceo Dámaso Antonio Larrañaga. La propuesta de Claudia Frigerio y Cecilia Jorge obtuvo el primer lugar. Frigerio, quien dirige el proyecto, tiene una amplia trayectoria en restauraciones a nivel local, habiendo trabajado, entre otros, en el Palacio Santos, el Cabildo de Montevideo y la Cámara de Diputados. Además de Jorge, conservadora y restauradora argentina, se convocó a la especialista en restauración pictórica mexicana Alicia Soto Ayala. El nutrido equipo técnico se completó con Mariano Bertiz, Daniel López, Sebastián Silvera, Camila Costa y María de los Ángeles Moreno.

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2018/12/sobre-los-muros-restauracion-de-mural-de-julio-alpuy-en-el-liceo-damaso-antonio-larranaga/