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Planos sobre planos

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Ya lo sabemos: proyectar un edificio da mucho trabajo. Lo malo para los arquitectos (o para el ego de los arquitectos) es que cuando el proyecto es bueno ese enorme esfuerzo no debe notarse. En el edificio para la nueva sede de la CAF Región Sur conviven capas de una compleja situación urbana, de la historia de la ciudad y de un programa mixto y ambicioso; y sin embargo, todos estos planos se integran con comodidad en un buen edificio.

El proyecto, a cargo de cuatro jóvenes arquitectos uruguayos —Carlos Labat, Pierino Porta, Nicolás Scioscia y Fernando Romero—, es el producto de un concurso público del año 2012. Originalmente pensado para alojar las oficinas de la Corporación Andina de Fomento (actual Banco de Desarrollo de América Latina), en el proceso del proyecto ejecutivo el destino del edificio se fortaleció, y actualmente alberga el nodo de oficinas para toda la región sur —Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay—, además de salas de cine, un bar, estacionamientos y espacios públicos.

LA SITUACIÓN URBANA

Hasta mediados del siglo XIX Montevideo ocupaba apenas la península que cierra la bahía, lo que con el tiempo se llamó la Ciudad Vieja. A partir de la declaratoria de Independencia, y como gesto refundacional, se construye la nueva Plaza Independencia, se traza la avenida 18 de julio y el amanzanado hasta la calle Ejido, lo que se nombró en su momento como Ciudad Nueva. En 1877 se derriba la Ciudadela, bastión principal de la defensa de la ciudad, y se anexa ese espacio a la gran Plaza. Al poco tiempo la ciudad continúa creciendo con sucesivos ensanches, principalmente hacia el este.

El terreno para la CAF se encuentra en un limbo entre los trazados en cuadrícula de la Ciudad Vieja y la Ciudad Nueva, un espacio de costura (o mejor, descosido) entre las dos tramas, asociado en parte a la huella ondulante de la antigua muralla. Manzanas irregulares y una importante pendiente hacia el Río de la Plata caracterizan la zona, que se abre hacia los fuertes vientos de la costa sur montevideana. Vista desde la Rambla Sur, se observa una agrupación incómoda de edificios singulares, pasando por el Templo inglés, el Club AEBU, el Teatro Solis, los edificios de la Presidencia y más atrás el edificio Ciudadela y el Palacio Salvo.

En la última década el sector se ha transformado fuertemente, a partir de la reforma del Teatro Solis, con su nueva caja escénica emergiendo del edificio neoclásico, la finalización de la Torre Ejecutiva, edificio para la Presidencia de la República (obra que estuvo parada por 46 años, originalmente pensada para el Poder Judicial) y la construcción del Anexo de Presidencia, otro reciente concurso también ganado por jóvenes arquitectos.

Por otro lado, los dos barrios adyacentes viven importantes procesos de transformación. El de Ciudad Vieja es de más largo plazo: en base a la inversión en espacio público y la preservación patrimonial, y apuntalado por el turismo interno y externo, el barrio antiguo ha ido recuperando el carácter central en la sociedad montevideana. Sin embargo, el cambio del Barrio Sur es más reciente, y se debe principalmente a la densificación poblacional que está generando la ley de promoción de la vivienda de interés social promulgada en 2011.

Para finalizar este punto, vale nombrar la presencia del Dique Mauá a escasos 300 metros del terreno. Sobre ese sector de la costa montevideana se ha dado uno de los debates urbanos más intensos de los últimos tiempos, a cerca de la posibilidad de instalar junto al Dique la terminal de pasajeros de Buquebus (más un complejo hotelero, un shopping y el paquete que suele venir con todo esto).

LA HISTORIA

Si bien las condiciones urbanas mencionadas traían aparejadas situaciones históricas, bajo este subtítulo quisiera hablar de las distintas capas depositadas sobre el terreno para la CAF en particular.

En 1869 se inauguró allí el Mercado Central, un edificio ecléctico historicista, obra del constructor inglés Thomas Havers. Además de concentrar buena parte del movimiento diario de la ciudad, los portones del mercado eran punto de encuentro entre los inmigrantes recién llegados de Europa y sus posibles empleadores. En 1895, dentro del Mercado abrió sus puertas el bar Fun Fun, personaje que encontraremos nuevamente en estas páginas.

Casi un siglo más tarde, un nuevo proyecto para el Mercado Central requirió —no sin polémica pública— la demolición del viejo edificio. Aunque la propuesta de Enrique Monestier incluía la conservación de parte del antiguo mercado, la construcción finalmente inaugurada en 1966 consistía en un bloque compacto moderno, que dejaba un espacio abierto descaracterizado al norte, frente a la espalda del teatro. Además de mercado, el edificio albergaba un restaurante, oficinas municipales, la asociación civil Mundo afro, estacionamientos y, desde 1988, nuevamente el bar Fun Fun. La vida del nuevo edificio duró la mitad de su antecesor. Las explicaciones pueden ser variadas: zona deprimida, problemas de mantenimiento, falta de adecuación entre su función y lo que su lenguaje comunicaba, etcétera; como sea, el edificio no era estimado por los ciudadanos, y Montevideo se preparaba para rehabilitar otros mercados públicos con mayor sex appeal.

EL PROGRAMA

La Intendencia de Montevideo, propietaria del edificio, decidió intentarlo nuevamente, abandonando esta vez el mercado como destino, y generó un convenio con la CAF para la realización del concurso de anteproyecto para sus oficinas. Con base en una concesión a 60 años del sector destinado al banco, la CAF se encargaría de la construcción y el mantenimiento del complejo, el que incluiría además espacios públicos, un estacionamiento subterráneo para 300 vehículos, tres salas de cine para Cinemateca Uruguaya y, lo que a esta altura de la nota no sorprende a nadie, el histórico bar Fun Fun.

El programa del banco incluye espacios de trabajo para 150 funcionarios, principalmente en áreas tipo open office, salas de reunión, una gran sala de directorio con cabina de traducción, auditorio, comedor y amplias zonas de servicios. Sumado al resto del programa, el edificio totaliza 15.000 metros cuadrados construidos, más 8.000 metros cuadrados exteriores.

EL EDIFICIO

Un primer problema para los proyectistas, que las bases del concurso no resolvían, fue la decisión de qué hacer con el edificio existente. Recordemos: un firme prisma de hormigón armado, de tres niveles de altura. En los resultados del concurso se vieron interesantes opciones, tanto de las que demolían el edificio como de las que lo conservaban parcialmente. Dado que la altura y el ritmo lo permitían, el proyecto ganador propuso mantener la estructura de hormigón, como una malla tridimensional base sobre la cual trabajar. Con pequeñas modificaciones —suprimiendo algún pilar, reforzando otros donde se agregó nueva construcción o donde la esbeltez lo requería— la estructura espacial del edificio moderno fue transferida al nuevo proyecto, en un ejercicio de memoria intelectualizada para arquitectos y, especialmente, para jurados de concurso. De cualquier manera vale notar que esa decisión no hizo pagar ningún costo espacial al edificio; por el contrario, estableció un orden geométrico armónico.

El siguiente problema también era fácil de prever: ¿cómo compatibilizar los requerimientos de un banco internacional con actividades como las de un complejo de cines o un bar, públicas y principalmente nocturnas,? Y además, ¿cuál podía ser la imagen que representara a ambos mundos tan alejados? La respuesta, como tantas veces encontrada fuera de la letra del problema, vino de la mano del espacio público. El edificio se parte, se estira en su lado norte hasta ocupar la totalidad del terreno, y se vuelve a integrar a través de una plaza de acceso. El cuerpo del banco es mayormente vidriado, mientras que el del programa público es de hormigón visto y poco perforado. Geometría y posición los vinculan, materialidad y espacio vacío los separan. El gesto que los termina por unir es una larga cinta que rodea todo el primer nivel del edificio: una malla de acero galvanizado GKD cose el conjunto, manteniendo cierta tensión visual entre las partes. El conjunto resultante tiene carácter de edificio público, y si bien es claro que hay oficinas allí no parece un edificio de oficinas.

Otra estrategia tendiente a unificar las actividades públicas de los dos bloques fue la definición de las actividades de la planta baja del sector del banco. Si bien existe un acceso protocolar en el extremo sur, un nivel más abajo, el nivel de la plaza se tomó como el plano público. El interior se retrae un módulo de la estructura, generando una galería en forma de L que rodea este piso contra la plaza y la calle Ciudadela. Hall y galería de arte enfrentan estos espacios, mientras que el resto de la planta se complementa con salas de reuniones laterales, el auditorio en el centro y la sala del directorio con vistas sobre río. Para un programa bastante refractario como un banco internacional, estas decisiones resultan como mínimo amigables. Es de lamentar que no se haya logrado resolver los accesos a Cinemateca y Fun Fun también desde la plaza de acceso. Pelea que dieron los arquitectos, y que fue desestimada por la CAF. El edificio es el que salió perdiendo.

Además, este plano base se tensa hasta casi la esquina de las calles Ciudadela y Canelones, generando una escalinata escenográfica con vistas al río, otro gesto interesante de una expresividad muy contenida.

Visto desde la pequeña calle Bartolomé Mitre, el mismo plano toma espesor, y gracias al desnivel existente el subsuelo surge como un volumen de hormigón visto. Marcado con aberturas en vertical, pero delineado horizontalmente, este cuerpo remata con gran velocidad en la fachada sur, con el espacio del comedor apenas elevado sobre el espacio público. Este volumen de servicios, que contiene los accesos al estacionamiento, un novedoso estacionamiento de bicicletas público con duchas y vestuarios, un acceso de servicio y espacios técnicos diversos cumple un rol importante a la hora de dialogar con la escala barrial, en el único lado en el que el edificio se aprieta contra la ciudad. Hay que reconocer habilidad a la hora de tironear de un volumen de servicios semienterrado hasta convertirlo en el principal motivo de la fachada sur.

Las plantas de oficinas tienen, desde el punto de vista de la ciudad (que es mi punto de vista), mucho menos interés. Por exigencias de la CAF se eliminó del proyecto ejecutivo la escalera que comunicaba fluidamente desde el hall hacia el primer nivel: la única opción es usar el ascensor (salvo emergencias, obviamente). Dada la ancha crujía, y con el auditorio emergiendo en el centro, se optó por vaciar esa porción de planta y generar un patio verde, rodeado de un cómodo espacio de circulación y áreas de oficinas abiertas y cerradas. Una amplia escalera comunica este nivel con el segundo, un volumen transversal que sobrepasa el nivel de la estructura existente, otro gesto interesante que se hace reconocible desde fuera. Allí tiene su gran oficina el presidente de la CAF, reservada para cuando visita el país. Como este tipo de organismos internacionales, el edificio tiene algo de construcción ficticia: su mejor lugar permanece vacío todo el año.

Para finalizar, me gustaría volver a mirar el lugar desde la rambla. Nuevamente me asalta la idea de conjunto heterogéneo, de ramo de flores extraño. Pero es interesante el rol que juega el nuevo edificio de la CAF en este conjunto, armonizando escalas y formas, neutralizando algunos edificios vecinos indeseables y dando lugar a los verdaderos protagonistas del lugar. La ciudad está mejor que antes.

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en Summa+, Buenos Aires, Argentina

Cada día canta mejor

 

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Tetera de Marianne Brandt, Museo Blanes. Foto: Ricardo Antúnez

Fundada en 1919 y clausurada en 1933 por el gobierno nazi, la escuela alemana de arquitectura y diseño cumple 100 años: la Bauhaus continúa siendo reconocida por sus innovaciones en didáctica, por la influencia de sus profesores y alumnos y por sus productos sorprendentemente actuales.

El uso (relativamente) popular de la expresión “diseño Bauhaus”, como adjetivo, se enfoca en una cuestión estilística, vagamente asociada a formas puras y abstractas. Sin embargo, las importantes transformaciones provocadas por la famosa escuela alemana –en sus apenas 14 años de actividad– no se restringen a aspectos formales o expresivos. Además de innovaciones en didáctica y pedagogía, la Bauhaus propuso una nueva concepción de la relación entre el arte, la artesanía y los medios de producción, los procesos industriales, los objetos, el espacio y los edificios. En definitiva, ayudó a cambiar nuestra manera de relacionarnos con el entorno material en todas sus escalas.

Pero el fenómeno de la Bauhaus no surgió de la nada. Su contexto fue el período de entreguerras –lo que se conoce como la República de Weimar, de 1918 a 1933–, el de la Alemania derrotada, con recesión económica, inflación y, al final del ciclo, el surgimiento del nacionalsocialismo; en relación con la arquitectura, es la época protomoderna europea, en la que conviven expresiones renovadoras con posturas más conservadoras o románticas: el Arts and Crafts, el Art Nouveau, la Escuela de Ámsterdam, la Deutscher Werkbund, entre otras.

La Bauhaus surge en Weimar, de la fusión de las escuelas de Bellas Artes y la de Artes y Oficios, cuyo director, Henry van de Velde, designó en su lugar al arquitecto Walter Gropius, fundador y principal impulsor de la nueva escuela a partir de 1919. Este origen que mezcla arte y artesanía es fundamental para entender las particularidades de la Bauhaus, y lo vincula directamente a la tradición del británico William Morris y el Arts and Crafts.

Como respuesta a la situación social de la época, signada por la escasez material, los artistas buscaban eliminar las diferencias sociales con su trabajo y expresar las condiciones de una nueva sociedad más justa. En la primera proclama de la Bauhaus, un Gropius imbuido de misticismo proponía: “Aportemos todos nuestra voluntad, nuestra inventiva, nuestra creatividad a la nueva actividad constructora del futuro, que será todo en una sola forma: arquitectura, escultura y pintura, y que millares de manos de artesanos elevarán hacia el cielo como símbolo cristalino de una nueva fe que está surgiendo”.

Aunque para Gropius “el fin último de cualquier actividad figurativa es la arquitectura”, el primer plan de estudios de la escuela se dirigía principalmente a la formación de artesanos, con una alusión a los gremios medievales (los constructores de las catedrales góticas) y a las ideas de Morris. En esta primera etapa se destacaba el trabajo del suizo Johannes Itten y su curso introductorio, el Volkrus. A contracorriente de la educación academicista, Itten se proponía que los estudiantes desaprendieran su formación clásica y se conectaran instintivamente con sus raíces y su psiquis. Los resultados de estas primeras experiencias reflejaban un expresionismo primitivo con reminiscencias tribales africanas y orientales. El Volkrus, que contaba con los aportes de los expertos en color, Paul Klee y Wassily Kandinsky, fue dirigido posteriormente por Josef Albers y László Moholy-Nagy, artistas más vinculados a la abstracción, que habría de marcar el futuro de la Bauhaus.

La imagen Bauhaus

En 1922, la visita del artista holandés Theo van Doesburg definió un punto de inflexión en la historia de la Bauhaus. Miembro del movimiento De Stijl, Van Doesburg sirvió como catalizador para una depuración formal de los productos de la escuela. En esta segunda época, Gropius intentó dirigir a los estudiantes hacia productos pensados para la industrialización, con la consigna de que “la máquina es nuestro método moderno de diseño”, mientras proponía una nueva unidad entre arte y técnica. También es en esta fase de la escuela en la que se forja la imagen Bauhaus, una gramática sofisticada y abstracta construida con formas geométricas básicas.

Luego del curso preliminar, los estudiantes se preparaban por tres años en un oficio específico, para después cursar el programa de maestría, en el que profundizaban en arquitectura y producción en serie. Algunos de los talleres se denominaban por el material con el que se trabajaba: metales, madera, vidrio; otros por el producto final: textil, impresión, encuadernación, alfarería, etcétera. En la arquitectura, entendida como una “obra de arte total” –la síntesis–, confluirían todas las ramas enseñadas en la escuela. En agosto de 1923, apenas cuatro años más tarde de su fundación, la Bauhaus hizo la primera exposición sobre sus productos.

Si bien las mujeres tenían libertad para matricularse en la escuela, en los hechos se restringía su acceso para no superar un tercio del estudiantado, y se las orientaba para participar en los talleres “más femeninos”, como los de tejido o de orfebrería. Ejemplo de alumnas de la Bauhaus son Anni Albers, que se destacó por sus trabajos en tejido, Gertrud Arndt en la producción de alfombras y fotografía, y Lucia Moholy, también en fotografía. Los apellidos de estas tres estudiantes coinciden con los de maestros de la escuela –eran sus esposas–, cumpliendo con la infeliz consigna de la gran mujer detrás de un gran hombre. Quizá las dos más destacadas fueron Marianne Brandt, diseñadora del taller de metales, y Alma Buscher, del taller de carpintería. Ellas consiguieron romper la frontera de los talleres “masculinos” y demostrar lo ridículo de aquella división.

Las críticas sobre la propuesta académica de la escuela, tanto desde el gobierno central como desde el local, dieron paso a importantes recortes en el presupuesto; en 1925 Gropius y sus principales colaboradores renunciaron a sus puestos. Varias ciudades pujaron por albergar a la Bauhaus, y fue finalmente Dessau –de gobierno socialista– la que lo consiguió, ofreciendo además un amplio terreno y los medios para la construcción de un nuevo edificio. Junto a Gropius, se mudaron también los maestros Lyonel Feininger, Kandinsky, Klee, Moholy-Nagy, Georg Muche y Oskar Schlemmer.

Fue en Dessau donde la Bauhaus alcanzó su punto más alto, y el edificio, diseñado por el propio Gropius, representaba su concreción. El autor, que poco tiempo antes escribía que en la Bauhaus aspiraban a “crear una arquitectura clara, orgánica, de una lógica interior radiante y desnuda, libre de revestimientos engañosos y de triquiñuelas”, una arquitectura adaptada a un “mundo de máquinas, receptores de radio y automóviles rápidos”, aprovechó esta oportunidad para proyectar uno de los edificios más representativos de la arquitectura del siglo XX. Fue inaugurado a fines de 1926; habían pasado tan sólo ocho años luego del final de la gran guerra.

Dado que el terreno, localizado en las afueras de la ciudad, no ofrecía demasiadas restricciones, el arquitecto –y también cliente en este caso– trabajó con mucha libertad. El programa incluía los talleres (el volumen mayor del conjunto), espacios comunes (restaurante y teatro), una escuela técnica (un requisito agregado por el ayuntamiento), las oficinas administrativas y viviendas para los estudiantes. Cada uno de estos paquetes, con requerimientos de área y alturas diferentes, conforma un volumen distinto, y quizá lo más interesante del proyecto es la forma en la que estos cuerpos se asocian en un edificio, que es a la vez varios.

Equilibrio inestable

A diferencia de un edificio clásico y axial, que se conoce completo al ver tan sólo una fachada, el proyecto del edificio de la Bauhaus es esquivo y es necesario recorrerlo para comprenderlo. En términos compositivos, su riqueza mayor radica en su equilibrio inestable, ya que desde cada nuevo punto de vista las relaciones de sus partes cambian. Y para reforzar aun más este dinamismo, Gropius proyectó una calle entre los dos cuerpos principales, que permanecen unidos por un puente en el que situó las oficinas. El cuerpo más alto, en el extremo este del conjunto, contiene las residencias de los estudiantes. Gropius proyectó también las casas para los maestros, ubicadas en un terreno cercano.

Además de sus particularidades volumétricas, el edificio de la Bauhaus llamaba la atención por su expresión material. Los muros eran blancos, lisos y libres de cualquier ornamentación; las estructuras de hormigón estaban visibles, separadas del plano de fachada; enormes paños de ventanas, dispuestas horizontal o verticalmente según la función, se adosaban a las fachadas, en ocasiones sin tocarla, y en otras forrando la esquina. En conjunto, para la época, la imagen probablemente correspondía más a la de una fábrica que a la de una escuela de artes. De hecho, un antecedente de esta expresión se encuentra en un edificio del mismo Gropius, la fábrica Fagus de 1911.

Entre la crisis económica incipiente y la antipatía de los habitantes de la pequeña ciudad, en 1927 volvió la inestabilidad a la escuela, y un año más tarde Gropius designó al arquitecto y urbanista suizo Hannes Meyer, para que lo sucediera en la dirección. Meyer se había desempeñado por un corto período como responsable del área de arquitectura de la escuela. Funcionalista, crítico de los desvíos formalistas de la etapa anterior –asociados al lujo más que a las necesidades populares–, intentó imprimir un carácter más radical a los trabajos de la Bauhaus, con la mira en la producción en masa. Alcanzó a reformar el plan de estudios, fusionando algunos de los talleres existentes, pero en 1930 fue cesado del cargo por razones políticas, bajo el alegato de supuestas prácticas comunistas.

Los últimos tres años de la escuela fueron dirigidos por el célebre arquitecto Mies van der Rohe, dueño ya de una trayectoria relevante dentro de la arquitectura moderna. Pocos años atrás había sido el encargado del proyecto para la colonia Weissenhof, en Stuttgart, así como del Pabellón alemán en la Exposición Internacional de Barcelona (conocido como Pabellón Barcelona). Con el objetivo de despolitizar a la escuela, Van der Rohe se enfrentó duramente a la organización estudiantil y los retiró del cogobierno. Puso el foco académico en la enseñanza de la arquitectura y su esencia constructiva –dejando de lado el carácter social proclamado por sus dos predecesores–, achicó la duración de la carrera, redujo drásticamente los talleres y cortó la producción de objetos para la venta al público, provocando una importante transformación del perfil de la Bauhaus.

En 1932 la Bauhaus tuvo que abandonar Dessau y mudarse nuevamente, esta vez a Berlín, donde funcionó hasta su cierre en 1933. En Berlín, aún bajo dirección de Van der Rohe, la escuela pasó a ser privada y se profundizó el perfil arquitectónico y constructivo del plan de estudios. Poco tiempo duró esta nueva situación: diferentes agencias del gobierno nazi acorralaron a la escuela y terminaron por clausurarla, otra vez bajo la acusación de vincularse con el comunismo.

Los tres directores de la escuela emigraron a Estados Unidos, a donde también se desplazó el foco de la arquitectura moderna hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Los productos Bauhaus [recuadro]

Aunque el principal objetivo de la Bauhaus era la arquitectura, entendida como una “obra de arte total”, lo cierto es que la escuela no dejó muchos productos arquitectónicos. Su edificio en Dessau fue proyectado por el estudio del director, Walter Gropius, así como el complejo habitacional Törten, aunque este último sí contó con la participación de estudiantes de la escuela.

Por otro lado, son varios los productos de mobiliario que trascendieron las puertas de la escuela, muchos de los cuales son producidos actualmente (y pocos adivinarían su longevidad). La silla Wassily (o Modelo B3) fue diseñada por el arquitecto húngaro Marcel Breuer entre 1925 y 1926, y es quizá uno de los productos más reconocibles. La identificación con esta silla de tubo de acero y la Bauhaus puede verse en las fotos de época del auditorio del edificio de Dessau, poblado por completo por las Wassily. Breuer, quien había diseñado anteriormente la Silla de Listones de madera, también es el autor de la silla Cesca, de 1928. Uno de los productos más populares de la Bauhaus es la lámpara de mesa de luz Kandem, diseñada por la alemana Marianne Brandt y el austríaco Hin Bredendieck en 1928. Brandt se había destacado por sus diseños en metal, en particular por la Tetera Plateada (o MT 49) de 1924. Otro producto popular, producido en la época de Weimar, fue la lámpara de metal y cristal, la WG24 de Wilhelm Wagenfeld.

 

El documental [recuadro]

Medir el impacto real, en el mundo del diseño y la arquitectura, de la corta historia de la escuela de la Bauhaus puede ser una tarea imposible. Lo que sí se puede es establecer relatos que vinculen aquellas ideas con acciones y resultados alejados en tiempo y espacio. Mundo Bauhaus (2015) es un documental de la Deutsche Welle (DW), producido por planetfilm con el apoyo del Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania, que busca crear un relato en torno a las presuntas influencias de la escuela alemana en el diseño y la vida contemporánea.

El film fue dividido en tres capítulos de 42 minutos cada uno y está disponible en el canal de Youtube de la DW, traducido al español. El primer capítulo, titulado “El código”, se pregunta “qué hay detrás de la fórmula del éxito de la Bauhaus”. Desde Londres hasta Tel Aviv, se exponen casos contemporáneos sobre el proceso intuitivo, la estética minimalista, la estandarización de las medidas, el vínculo entre la artesanía y la industria, entre la moda y la máquina, el diseño corporativo y el patrimonio moderno. El capítulo “El efecto” indaga en “cómo se desarrollaron los principios de la Bauhaus”. Detrás del concepto de “diseño democrático” aparecen experiencias globales como las de Ikea, Braun, Apple o Vitra. Finalmente, en “La utopía”, se cuestiona sobre las posibilidades de “una buena vida para todos”. En este capítulo aparecen la veta social y pedagógica de la Bauhaus, y se presentan los grandes complejos habitacionales, la infraestructura, la relación con la producción sustentable, la vivienda mínima y el espacio público. En este último capítulo es donde el documental se siente más forzado, más panfletario, aunque sin perder del todo la elegancia alemana.

 

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2019/6/la-bauhaus-y-su-revolucionaria-concepcion-del-arte-la-artesania-y-el-espacio-cumple-100-anos/

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La diaria, edición 28/06/19

Arquitectura en Paraguay

Con promoción del gobierno de España, desde 1998 se celebra la Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (BIAU). La próxima edición se llevará a cabo en octubre de este año en Asunción. El cierre para el envío de propuestas en las categorías Premio Iberoamericano de Arquitectura y Urbanismo y Panorama de Obras es el 9 de abril, mientras que Publicaciones, Textos de Investigación, Trabajos Académicos y Fotografía Habitando Iberoamérica cierra el 11 del mismo mes.

La BIAU, que ya transitó por Madrid (1998), Ciudad de México (2000), Santiago de Chile (2002), Lima (2004), Montevideo (2006), Lisboa (2008), Medellín (2010), Cádiz (2012), Rosario (2014) y San Pablo (2016), en los últimos años ha perdido parte de su intensidad. Quizá esto explique su ausencia el año pasado y su consiguiente reanudación en un año impar. No es difícil, tampoco, imaginar alguno de los motivos del desgaste, entre tantas crisis –empezando por la madre patria de todas las crisis–.

Con su institucionalidad estable en España, la Bienal actual es comisariada por los españoles Arturo Franco y Ana Román. En Paraguay, la coordinación corresponde a José Cubilla, y, por Uruguay, la curadora para esta edición es Daniella Urrutia. Aunque en las últimas ediciones el nivel de los proyectos presentados tiende lentamente a ser un poco más equilibrado, no es de extrañar que la calidad de las propuestas españolas y portuguesas haga que se destaquen por sobre las latinoamericanas. Ya sea por presupuesto, por tecnología o por el uso sistemático del concurso para la realización de la obra pública, la brecha aún es notoria. Por otro lado, esta situación no siempre se inclina a favor de los ibéricos, ya que el despilfarro y las “burbujas” también forman parte de este contraste. En general, en estas bienales resulta difícil discernir entre la cooperación desinteresada y el paternalismo soft power.

En este sentido, realizar la Bienal actual en Asunción podría suponer uno de los contrastes máximos, si tomamos en cuenta el tamaño y el nivel de desarrollo de la capital guaraní. Sin embargo, esta mirada apresurada no estaría tomando en cuenta la relevancia que, en el panorama mundial, ha alcanzado la arquitectura paraguaya en la última década.

Una escuela paraguaya

Tres posibles vertientes convergen actualmente en lo que llamamos en esta nota la “escuela paraguaya”. En un país con una muy joven comunidad académica en arquitectura –muchos de sus docentes se formaron en nuestra Universidad de la República– pero con una fuerte tradición en el trabajo artesanal de los “maestros de obra”, sus proyectos se destacan por su construcción. No me refiero aquí a si están o no bien construidos, sino a que la construcción forma parte fundamental de los procesos de ideación, en una deriva entre el ensayo, el error y la innovación. Además de una sensibilidad común sobre los problemas climáticos, los recursos escasos, la relación con el ambiente, estas obras comparten principalmente una cultura material.

La rama más notoria es la encabezada por Solano Benítez y Gloria Cabral, quienes proponen una arquitectura desde el manejo de la técnica y la materia, con un planteo novedoso sobre el uso –y reuso– del ladrillo, ampliando las posibilidades expresivas y estructurales de un elemento común.

Socios en el Gabinete de Arquitectura, Benítez y Cabral han sido ampliamente reconocidos. En 2008 Benítez obtuvo el premio del banco suizo BSI para arquitectos de menos de 50 años. Cabral, a su vez, fue seleccionada en 2014 por la Rolex (también suiza) para su programa Mentors & Protégés, para trabajar durante un año con el célebre arquitecto Peter Zumthor. Dos años más tarde, el Gabinete de Arquitectura obtuvo el León de Oro, premio mayor en la Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia. Esta breve reseña de distinciones intenta mostrar la atención que la arquitectura paraguaya ha concitado en Europa (léase, el mundo) a partir de las obras del Gabinete y las conferencias de Solano Benítez, su principal rockstar.

Javier Corvalán representa una segunda vertiente de esta supuesta escuela. Su Laboratorio de Arquitectura se ubica en Luque, en las afueras de Asunción. El estudio ocupa el galpón donde antes funcionó la carpintería en la que Corvalán trabajó en sus primeros años luego de recibido de arquitecto. En su pasaje por la Facultad de Ciencias y Tecnologías, la carrera Arquitectura compartía los tres primeros años con la de Ingeniería. Esta mezcla de trabajo manual y educación técnica es bastante apreciable en sus edificios, con propuestas siempre desafiantes –a veces desconcertantes– en términos estructurales.

Corvalán hizo estudios de posgrado en Roma, y estableció una relación permanente con el Instituto de Urbanismo y Arquitectura de Venecia, donde es profesor visitante. Representó a Paraguay en la Bienal de Venecia de 2014, y en 2018 volvió a Venecia para construir una de las diez capillas que representaron al Vaticano en la Bienal.

Más joven y menos conocido internacionalmente que los anteriores, José Cubilla integra la tercera rama. Su arquitectura persigue menos la originalidad y más la consistencia formal y espacial, con una sintaxis cercana a la de la arquitectura moderna: abstracción geométrica, equilibrio entre masas y vacíos y espacios fluidos. Sin embargo, su raíz constructiva y material emparenta su trabajo con el de sus mayores. Además de ser el actual coordinador de la BIAU en Asunción, en 2016 Cubilla obtuvo el premio Arquitecto de las Américas otorgado por la Federación Panamericana de Asociaciones de Arquitectos.

Teniendo en cuenta que toda selección es algo injusta, como lo es cualquier categorización cultural, esta nota es una excusa para presentar un pequeño panorama sobre la arquitectura contemporánea paraguaya, a la luz de la próxima BIAU.

 

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2019/3/esta-abierta-la-convocatoria-para-la-11a-bienal-iberoamericana-de-arquitectura-y-urbanismo/

Ladrillos y servilletas: Mario Spallanzani (1935-2019)

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@ Norma Graña, SMA-FADU 

Recuerdo la última vez que me lo crucé, hace ya varios años. Estaba en la playa de Valizas, y apareció entre la bruma con su cámara fotográfica en la mano. Delgado, con su barba blanca –característica de al menos las últimas décadas–, caminaba con paso firme hacia las dunas, siguiendo una especie de misión personal que lo abstraía del contexto inmediato.

Nacido en 1935 en Montevideo, Mario Spallanzani se destacó tempranamente por su sensibilidad plástica y recibió varias menciones en salones nacionales y municipales desde 1949 en adelante. En 1954 ingresó en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República, de la que egresó en 1963. Además de arquitecto, fue docente desde 1985 y alcanzó el grado de profesor agregado en el taller Pintos. Expuso varias veces sus trabajos fotográficos en el Centro de Fotografía de Montevideo, y publicó media docena de libros con investigaciones sobre arquitectura y fotografía.

Aunque cualquiera de los detalles de su currículum podría justificar esta nota, probablemente sus aportes más significativos se encuentran en el campo del proyecto de arquitectura, y en particular el de la vivienda social en el contexto del sistema cooperativo. Si además consideramos que los proyectos de conjuntos cooperativos de fines de la década de 1960 e inicios de la de 1970 son de las experiencias arquitectónicas uruguayas más relevantes a nivel nacional e internacional, entonces nos encontramos ante un actor cuyo trabajo infelizmente aún no ha sido valorado públicamente con justicia. En eso estamos aquí, tarde como tantas veces.

El arquitecto

En 1966 ingresó en el Centro Cooperativista Uruguayo (CCU) para proyectar los primeros tres conjuntos habitacionales cooperativos de Uruguay: Isla Mala, en Florida; Éxodo de Artigas, en Fray Bentos; y Cosvam, en Salto. Dos años más tarde, estas primeras experiencias de construcción por ayuda mutua fueron fundamentales para alimentar el capítulo sobre cooperativas del Plan Nacional de Vivienda (conocido como Ley de Vivienda). También sirvieron para iniciar el desarrollo de un sistema –tanto desde el punto de vista social como constructivo– que tendría una singular eficacia como solución habitacional de calidad para una población sin otros recursos disponibles.

El papel principal del CCU en este proceso es innegable, y Spallanzani –que estuvo vinculado a la institución hasta 1991– tuvo un rol prominente: mientras que en los primeros años era quien se encargaba de todo lo relativo al proyecto y la obra, los sistemas constructivos y sus detalles y el cálculo de estructura, con el cambio de escala del CCU fue asumiendo tareas de jefatura, primero del departamento de Obras, luego de la sección Investigación y finalmente de la sección Proyecto. Hasta 1990 fue asesor en todos los proyectos del CCU y llegó a supervisar cerca de 2.500 unidades en 30 conjuntos habitacionales.

Sus proyectos de cooperativas de vivienda se contraponían a los conjuntos construidos a partir de la década de 1950 por el Instituto Nacional de Viviendas Económicas, en los que aún prevalecía la idea del gran bloque posado sobre el verde. Las propuestas de Spallanzani partían de la observación e interpretación de los modos del habitar en los suburbios montevideanos –un tejido elaborado en base a la casita con frente y fondo– pero sin por ello perder la idea de conjunto. Además de contar con un estudio tipológico riguroso, sus viviendas se caracterizan por una gran atención a los detalles y a las variaciones que median entre la escala de los edificios y las personas.

La invención de dispositivos de prefabricación liviana le permitió también incorporar elementos plásticos y técnicos complejos, en un entorno de construcción por ayuda mutua, con mano de obra poco o nada especializada. Esto último, sumado al uso del ladrillo como material principal, hace que sus viviendas hayan requerido un relativamente bajo mantenimiento en el tiempo.

Algunas de sus obras con el CCU en Montevideo fueron Covimt 1 (concluida en 1973), Civis (1973), Covfi (1975), Covimt 9 (1983) y Cutcsa 4 (1987).

Como suele ocurrir, su primera obra fue su casa propia en la calle Nicaragua, una obra sobre la que volvió varias veces y donde aún residía. También, previo a la experiencia en el CCU, y en sociedad con Mariano Arana, Spallanzani proyectó una serie de casas y reciclajes en Montevideo y Maldonado, donde también realizó el conjunto Barrio Norte, con Jack Couriel y Ana Gravina. Junto con Couriel y Martha Cecilio realizó consultorías sobre temas territoriales, en los que siempre se destacaron sus aportes metodológicos.

El renacentista

Spallanzani hablaba poco, pero en confianza mostraba un humor muy punzante y sensible. No siempre podía expresar su complejidad de razonamiento, el dominio sobre una práctica que le era del todo natural. Su forma de plantearse los problemas más variados, de alcanzar la coherencia sin aparentes renuncias, lo volvían un personaje singular. Sin embargo, siempre trabajó en equipo. Los que mejor lo conocen aseguran que su aparente timidez era pura humildad. No tenía caprichos o personalismos en su trabajo, ni ambición por ser reconocido.

Sin tener estudios específicos sobre el tema, dominaba la matemática, la estadística, los métodos de investigación, conocía profundamente la fauna y el territorio uruguayo. Además de volver a anotar su talento para las artes plásticas, quisiera cerrar esta nota mencionando dos de sus libros: Los lenguajes de la arquitectura (Facultad de Arquitectura y Ediciones de la Banda Oriental, 2004) y Los lenguajes de la fotografía (Ediciones CMdF, 2010). En ellos Spallanzani muestra el valor del estudio, de sumergirse en temas de una complejidad enorme y desgranarlos hasta poder entender las partes que los conforman. Pienso que para él no hubiera sido necesario estudiar de esa manera para llegar a dominar la arquitectura y la fotografía como las dominó, pero ahí estaba. Ese era el Mario Spallanzani docente.

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2019/2/ladrillos-y-servilletas-mario-spallanzani-1935-2019

 

Medio siglo, muchas vidas

A simple vista, resulta difícil saber cuántos años cumple el edificio que la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay (AEBU) construyó en la proa que forman las calles Camacuá y Reconquista, al borde sur de la Ciudad Vieja. Tampoco es fácil su clasificación: claramente no es antiguo, pero tampoco parece moderno si lo comparamos, por ejemplo, con el cercano Edificio Ciudadela. Y, aunque materialmente resiste bastante bien, sin dudas no es contemporáneo. Hay algo esquivo en su lenguaje, en su articulación de volúmenes y materialidad; algo inédito en su propuesta urbana y programática.

Parece que todo comenzó en una asamblea de la banca privada, tras haber recibido un suculento –e inesperado– aumento de sueldo. Así lo recuerda Milton El Purrete Antognazza (ver recuadro), sindicalista de AEBU desde fines de la década de 1950, en conversación con la diaria: “Hubo un compañero del banco que, frente a la euforia de todo eso, en la asamblea pidió la palabra y dijo que el primer aumento se lo donáramos a la asociación. Y era muchísimo dinero”. En épocas de inflación galopante, decidieron comprar dólares para salvaguardar ese capital inicial. En este episodio aparece la primera tensión en relación con el proceso que terminó con la construcción del edificio, entre la ética sindicalista (y revolucionaria del momento) y el pragmatismo necesario para llevar adelante el proyecto de la nueva casa sindical. “Había gente en AEBU que decía que eso no se podía hacer, que habíamos entrado en la especulación”, agrega el Purrete. Con ese dinero compraron las primeras casas (en su mayoría abandonadas y destruidas) que conformarían el terreno de la sede, en una zona muy deteriorada de Ciudad Vieja: “Era el bajo, la zona de los quilombos; los quilombos malos”.

En 1964, a instancias de Juan Barbaruk (que más adelante sería el primer administrador del edificio), la asociación decidió realizar un concurso nacional de arquitectura, articulado con la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República (Udelar). Con más de 80 propuestas presentadas, el premio lo obtuvo el equipo formado por Rafael Lorente Escudero, Rafael Lorente Mourelle y Juan José Lussich, quienes se hicieron cargo del proyecto ejecutivo y la dirección de obra, que culminó en 1968, hace ya 50 años. Además de la relevancia del concurso (uno de los más trascendentes de la década) y del jurado, en diálogo con la diaria el arquitecto Lorente Mourelle destaca la importancia del asesor del concurso, el arquitecto Mario Payssé Reyes. Según Lorente, “el asesor es una figura fundamental porque es quien ‘flecha la cancha’ para desarrollar la viabilidad del proyecto”.

Resulta interesante detenernos en la conformación del equipo ganador del concurso, integrado por proyectistas de dos generaciones distintas. Mientras que Lorente Escudero era ya un arquitecto de gran reconocimiento a nivel nacional (ver recuadro), Lorente Mourelle (hijo del anterior) y Lussich no estaban recibidos aún. Así lo explica Lorente Mourelle: “Era un diálogo intergeneracional entre dos extremos”. Y agrega: “la nuestra era una generación emergente, y como toda generación emergente se planteaba en oposición a la anterior, que era la de los años 50, la de la nueva facultad, el nuevo plan de estudio, que apostaba por una fuerte dosis social, y entendía a la arquitectura casi como una interpretación sociológica […] donde el proyecto tenía menor importancia. La arquitectura como tal había pasado a segundo plano. Todo es pendular […] Nosotros invertimos la ecuación. Empezamos con otro discurso, y mi padre fue muy permeable a él”.

Quizá ya se empiecen a vislumbrar algunas de las particularidades de este edificio que al principio del relato resultaban elusivas. Lorente Mourelle plantea que el concurso “fue una oportunidad para poder desarrollar un pensamiento diferente al ortodoxo mayoritario” y reflexiona sobre la idea de que “el edificio no es el fin en sí mismo, sino que es una herramienta de construcción de ciudad. El edificio está concebido en esos términos. La arquitectura construye ciudad […] En lugar de tener un objeto aislado, bellísimo, en tu obra se incorporan elementos de diálogo con el entorno”.

El contexto

En el mismo sentido apunta el arquitecto Marcelo Danza, decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Udelar: “A esa escala y en ese nivel de impacto, era la primera vez que esta generación veía una obra concretada, que la sentía como obra de la generación”. Danza sintetiza que el de AEBU, como edificio, “era, claramente, otra cosa”.

El contexto, en relación con el momento social que se vivía en la década de 1960, es particularmente relevante para Danza, sobre todo a la hora de entender el resultado del concurso: “Por un lado, había un consenso cultural bastante afirmado; por el otro, un fermento social y político”. Y sobre las tensiones en el campo de la arquitectura, destaca que había “una generación de arquitectos modernos establecidos, con prestigio, y unos locos jóvenes, que estaban en facultad y que eran muy permeables a lo que en ese momento estaba pasando en Europa”.

Junto al planteo de este quiebre generacional, en consonancia con la revisión europea del movimiento moderno, Lorente Mourelle y Lussich formaban parte del Núcleo Sol, una pequeña comunidad de jóvenes arquitectos con la que estudiaban y visitaban obras nacionales poco atendidas, de autores que no encajaban en el statu quo imperante. Además, resulta importante mencionar el vínculo que Lorente Escudero (y más adelante también su hijo) mantenía con el mundo del arte, en particular con el Taller Torres García, por su amistad con Ernesto Leborgne.

El programa del edificio se dividía en tres partes: el club deportivo, el auditorio y el área gremial. Las imágenes de la maqueta de madera del concurso muestran las principales decisiones del proyecto. Los sectores deportivo y cultural, que requerían las piezas de mayor volumen, se apoyaban contra la medianera (base del triángulo del terreno), mientras que el cuerpo sindical se apilaba en una torre baja que se escalonaba contra la esquina. En medio, como espacio articulador entre las distintas actividades y con la ciudad, se proponía una plaza de acceso, abierta al norte y protegida de los vientos, y el hall en doble altura como continuación del espacio público.

Esta amalgama programática es de por sí novedosa. Antognazza menciona el antecedente del Club Banco República, iniciativa de los empleados de la banca oficial, y cómo esta “competencia” perfiló la propuesta de actividades del nuevo edificio. Recuerda, además, que el dirigente Aníbal Collazo “tenía miedo de que toda la gente se fuera para allá, por el atractivo de la parte deportiva. Entonces acá teníamos que hacer una cosa mixta”. Por su parte, en relación con esta novedad Lorente Mourelle apunta que “hubo que generar una teoría del edificio sindical” y recuerda las conversaciones constantes con la Asociación.

Ya en obra, con las excavaciones surgió el primer problema: se encontraron con una parte de la antigua muralla de Montevideo. La sorpresa provocó la amenaza de Pérez Noble –la empresa constructora– de abandonar la obra, lo que se resolvió con más presupuesto, obtenido con un préstamo de la Caja Bancaria. Con la sensibilidad actual hacia el patrimonio, otras habrían sido las consecuencias.

La construcción del edificio atestigua una época del país en la que se contaba con industrias capaces de proveer toda la gama de materiales necesarios para una obra de este tipo: “Los pisos eran de Metzen y Sena; el gres de la fachada era de Alonso Pérez; el ladrillo era de la fábrica de Carrasco. Todos los materiales eran nacionales, no importamos nada. […] Hoy, con esa materialidad, no lo podrías hacer”, reflexiona el autor. Particularmente, el uso extensivo del ladrillo es llamativo en un edificio de este porte, y lo vincula simbólicamente con una tradición vernácula –probablemente más construida que real– donde aparecen desde las casas en Bella Vista de Lorente Escudero hasta los mejores ejemplos del sistema cooperativo de viviendas.

La concepción urbana, espacial y material del edificio recoge influencias de la arquitectura moderna nórdica, en particular de Alvar Aalto, de las mejores versiones de la posmodernidad arquitectónica, como los edificios universitarios de James Stirling, y de las ideas sobre la ciudad de Aldo Rossi.*

Además del contexto político, las singularidades del lugar –enfrentado al Río de la Plata, en la última línea de manzanas de la Ciudad Vieja– jugaron también un papel relevante. Sobre esto, dice Lorente Mourelle que “el lugar es complejo, tiene marcos climáticos muy especiales, que hacen al régimen de vientos, a las vistas, al sol, los desniveles, y, por otro lado, al barrio”, y entiende al edificio “como una interpretación de un lugar, un paisaje”.

A nivel de lenguaje, estas capas superpuestas de complejidades no parecen buscar una síntesis, sino que el edificio va articulando, con elegante plasticidad y principalmente a través de recorridos y espacios comunes, las tensiones propias de cada parte. Al respecto Danza agrega que “es un edificio con mucho estudio, que cuando lo recorrés ves que quien lo proyectó lo recorrió proyectándolo. Los cortes, la espacialidad […] toda una búsqueda para generar comunicaciones, transparencia, segregación con las alturas”. Y remata: “Las preocupaciones del momento fueron muy bien logradas”.

Inauguración

Probablemente otras eran las preocupaciones vistas desde la Asociación. Antognazza cuenta que cada decisión era discutida bajo un tamiz ideológico, desde el extremo del “estamos haciendo un palacio” hasta la puesta en consideración del ascensor o la importancia de las escaleras. Un caso aparte fue la discusión sobre el lambriz de madera, un lujo que se mantiene en buen estado hasta el día de hoy y que respondía a un estudio acústico.

Con el edificio terminado, en agosto de 1968 comenzó una espera que se demoró por varios años, ya que, según recuerda Antognazza, el presidente Jorge Pacheco Areco no les permitía inaugurar el edificio. Un cambio en las autoridades de AEBU desencadenó la apertura, luego de que ganara “la línea dura de Hugo Cores: vinieron e inauguraron”.

Después llegaría una época muy dura, con el sindicato desarticulado y las autoridades presas o en el exilio, una etapa con intentos frecuentes de desplazar a la Asociación del edificio. De acuerdo con Lorente Mourelle, “lo que defendió al edificio en esos años fue precisamente el poder realizar actividad deportiva y cultural con el barrio; eso fue fundamental. La presencia del gremio de bancarios en la Ciudad Vieja y que las familias fueran. Entonces, ¿cómo lo vas a cerrar?”.

Con el resquebrajamiento del poder cívico-militar, entrada la década de 1980 se fueron asomando los primeros signos de recuperación de libertad. Un mojón fundamental en esta historia, y que toca muy de cerca a AEBU, fue el viaje que a fines de diciembre de 1983 hicieron desde Madrid 154 niños, hijos de exiliados y presos políticos. Fue a partir de una iniciativa de las Juventudes Socialistas de España, con apoyo del flamante gobierno del Partido Socialista Obrero Español, y con la organización de los colectivos de exiliados, que se logró este viaje de fin de año, vivido como una hazaña, una cuña festejada a gritos con el “se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar”. La caravana, que viajó desde el aeropuerto hasta la sede de AEBU, fue recibida y acompañada por una multitud desobediente. Actualmente, una Marca de la Resistencia rememora el momento.

El tiempo pasó, y el edificio ha mantenido sus tres principales funciones. Aunque por fuera se parece mucho a su versión original, por dentro fue sufriendo modificaciones que trastocaron algunas de sus características materiales y espaciales. A raíz de un planteo de la Comisión Especial Permanente de la Ciudad Vieja, y con el aporte del arquitecto Lorente Mourelle, se comenzó a hacer una serie de intervenciones de recuperación de los espacios alterados –como el retiro de un volumen que opacaba la transparencia del hall o la infame garita de seguridad– y de mantenimiento y recambio de piezas dañadas.

Curiosamente, parece que el autor tuviera más flexibilidad que una comisión que, al día de hoy, probablemente no permitiría la construcción de un edificio de estas características en la Ciudad Vieja. Al respecto, Lorente Mourelle comenta: “Cuando vos proyectás también tenés que pensar en el mañana. Vos sos simplemente un elemento de esa historia, un eslabón en una cadena. Si con tu arquitectura querés cerrar la historia, pasa lo que pasa con tantas arquitecturas que son imposibles de transformar y de reutilizar”. Y lo ejemplifica con el cambio de las aberturas por ventanas de aluminio: la comisión “no concebía que se pudiera proponer aberturas diferentes, aunque fuera [propuesto por] el mismo autor. Y yo fui el autor. Ellos me censuraron por un tema lingüístico, formal”.

Hoy a las 18.00, en la sala Camacuá, se cierra la semana de celebraciones por el cincuentenario con una mesa redonda integrada por Antognazza, Lorente Mourelle, Danza, la profesora Laura Alemán y la periodista Rosario Castellanos.

En momentos en que, a pocos metros de ahí, se discute la permanencia de la rambla toda como bien público, es bueno recordar y valorar el aporte a la ciudad que el edificio de AEBU continúa haciendo día a día con su propuesta urbana, su consistencia formal y constructiva y su vocación social.

El Purrete

Milton Antognazza, conocido por todos en AEBU como el Purrete, llegó a Montevideo en 1948 para trabajar en el banco San José. Poco tiempo después, se integró a la Asociación como militante de base, y más tarde llegó a ser secretario. Nos recibe en una de las salas de reuniones del sector gremial y aclara que no tiene mucho para contar. Una hora después se apaga el grabador, lleno de anécdotas jugosas. Recuerda la sede vieja, en la calle Buenos Aires; la asamblea en la que un compañero propuso la idea de donar el aumento de sueldo para la nueva sede; las eternas discusiones sobre las tensiones que generaba “darse el lujo” de construir un edificio de este tipo. Hablamos, también, del concurso, de la relación con los arquitectos, del conflicto con la empresa constructora cuando encontraron parte de la muralla en la excavación y de lo complicado que fue llegar a inaugurar el edificio en la época de Pacheco Areco.

Se detiene en cuentos de la época de la dictadura militar y narra –casi divertido– la relación con el comandante Hugo Márquez: “Un día nos llama […] y nos dice que hay varios clubes, entre ellos Peñarol, que quieren tener la sede, pero él quería que quedara en la Marina, porque le correspondía por la zona”. Entre cartas de respuesta y abogados lograron mantener el edificio bajo su control, con argumentos democráticos sobre los estatutos y las autoridades de la Asociación. Tiempo después, una mañana, “caen todos los milicos, porque querían usar la piscina”, cuenta. “Primero les dijimos que no, que tenían que pedir permiso. Al final, hicimos una carta en la que aceptábamos que vinieran. En el fondo, o aceptábamos o nos cerraban. Entonces venían a usar la piscina a las 7.00, con el agua medio fría”, dice con sorna.

Antes de terminar sus relatos, se emociona cuando cuenta del viaje que en 1983 hicieron 154 niños, que venían del exilio, para conocer Uruguay y visitar a sus familiares, algunos presos todavía. La caravana, seguida y acompañada por una multitud, terminó su recorrido en la sede de AEBU.

Los Lorente

El equipo que ganó el concurso de arquitectura para la sede de AEBU estaba conformado por tres autores; inusualmente, dos de ellos eran padre e hijo.

Rafael Lorente Escudero, el padre, fue un destacado arquitecto, con obras fundamentales en distintos períodos de la arquitectura nacional, cubriendo un amplio abanico lingüístico. Como arquitecto de ANCAP, proyectó edificios y estaciones de servicio en un lenguaje racionalista, con una cuidada interpretación de la arquitectura moderna alemana y holandesa. También fue autor del edificio central de ANCAP, en Avenida del Libertador. Proyectó, por un lado, el complejo de los cines Plaza y Central, y, por el otro, chalets de ladrillo y techo de quincho en el balneario Bella Vista. Al final de su carrera, se destacan el proyecto de la sede de AEBU y el edificio de viviendas y estación de servicio ubicado en Bulevar Artigas y Uruguayana.

Rafael Lorente Mourelle, el hijo, es un importante arquitecto y artista plástico. Luego de trabajar con su padre, fue arquitecto del Centro Cooperativista Uruguayo y, más tarde, se asoció con Fernando Giordano. Entre sus obras se destacan una serie de reciclajes –que además vinculan sus dos pasiones–: el Centro Cultural de España, la Embajada y Centro Cultural de México, y el Museo Gurvich. Además de la sede de AEBU, obtuvo junto con Conrado Pintos el primer premio en los concursos para el Departamento de Automotores del Banco de Seguros del Estado, en Bulevar Artigas; junto con Giordano y Jorge Gibert, el Liceo Francés, sobre la rambla Armenia, y también el Monumento a la Justicia, al costado de la plaza Libertad. Actualmente su trabajo fluctúa entre lo artístico, la curaduría y la edición de libros de arte.

 

* Este dato surge de la entrevista con Lorente Mourelle, aunque según apuntes de algunos docentes del Instituto de Historia de la Arquitectura (FADU-Udelar) es discutible que los proyectistas conocieran el trabajo de Rossi en el 64, además de que La arquitectura de la ciudad es de 1966.

autor: gustavo hiriart

publicado originalmente en la diaria, Montevideo, Uruguay

https://ladiaria.com.uy/articulo/2018/8/medio-siglo-muchas-vidas/

La diaria, edición 31/08/18